11 de Diciembre de 1945
Mientras España se sumía en el horror de una guerra civil, Irene acababa sus estudios de maestra encerrada en un sótano a la luz de una vela. Donde los militares de alto rango veían líneas de frente, trincheras y batallas, Irene veía capitales, ríos y montañas. Donde la gente mundana veía sufrimiento con los terribles bombardeos que dejaban miles de cuerpos mutilados esparcidos por las calles, Irene veía reacciones químicas e interesantes estudios de anatomía. Era su forma de evadirse del día a día.
La misma suerte que hizo que la guerra pasara por su lado sin dejarse apenas sentir quiso que, una vez acabada, Irene entrara como institutriz en una bonita casa del centro de la capital propiedad de un coronel muy influyente y respetado.
Comenzaron los duros años cuarenta, la población española se enfrentaba al hambre, a las enfermedades y a una dura represión política. El horror continuaba un año después, pero esta vez vestía otro traje.
Irene ajena a todo esto, vivía feliz en su torre de oro y marfil. Su único trabajo consistía en la educación de los dos vástagos del coronel y seguir a raja tabla las costumbres católicas de la familia.
Pero la suerte a veces puede ser muy traidora y abandonarte cuando menos te lo esperas. La belleza y juventud de Irene no pasaron desapercibidas a los ojos del obtuso coronel que, con promesas y lisonjas, consiguió llevarla a la cama.
Tres meses después Irene llora desconsolada. Con las manos se sujeta el vientre donde una nueva vida se está gestando. El coronel asustado por las consecuencias que todo esto acarrearía a su posición y a su persona, echa a la joven Irene de su casa con la amenaza de que si por alguna razón se atreve a acercarse de nuevo a su familia, se pudrirá en la cárcel como una republicana más.
La torre de oro y marfil desaparece a cada paso que la aleja de sus puertas. La desgracia golpea a una joven de veinte años embarazada de tres meses que, con tan solo una pequeña maleta, deambula por las calles buscando algo que comer.
Mendigando comida y un austero lugar donde dormir, Irene llega a un pueblo pintoresco a los pies de una inmensa sierra verde y blanca donde, si la guerra se detuvo alguna vez allí, había marchado hace mucho tiempo.
El alcalde de dicho pueblo se apiada de la joven institutriz y le habla de un hospital psiquiátrico para niños del que un doctor inglés se ha hecho cargo para sanar y dar cobijo a cualquier huérfano de guerra. Seguramente allí necesitará la ayuda de una mujer.
Irene coge su vieja maleta y asciende por el camino de tierra que lleva al antiguo hospital de tuberculosos, hoy hospital psiquiátrico de San Jorge para niños huerfanos de guerra. El edificio se levanta en un gran claro rodeado de paredes y peñas rocosas con poca vegetación. En la puerta, un hombre alto y delgado vestido con un austero pero impoluto traje de tweed la observa extrañado.
Una vez echas las presentaciones, el doctor Horton e Irene discuten el por qué esta última no puede trabajar allí hasta que desesperada, la joven le comunica su estado de buena esperanza. El doctor sonríe misteriosamente y la acompaña a su habitación. Desde ese día su horario incluye tareas de limpieza, ayuda de comedor y vigilancia para que los niños no si hiciesen daño mutuamente. Los días pasan con tranquilidad mientras Irene cumple con sus obligaciones y un único requisito, por la noche nunca jamás debe abandonar su habitación pasara lo que pasase y oyera lo que oyese. A tal efecto su puerta permanece cerrada con llave desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana. Pasados unos meses Irene comienza a notar desapariciones repentinas y muertes súbitas de niños perfectamente sanos. Esto se acentúa mucho más con la llegada de un nuevo camión con niños procedentes de distintos puntos geográficos.
Una noche Irene se levanta, salta por su ventana y se cuela en la habitación de al lado comenzando su exploración. De uno de los pasillos sale el doctor Horton arrastrando a un niño que patalea inútilmente en un vago intento por soltarse. Irene asustada, regresa como puede a su habitación. A la mañana siguiente busca al chaval por todo el inmueble. En una de las esquinas del dormitorio común yace el niño de cuclillas mirando fijamente a la pared. Su espalda está en carne viva y sus piernas llenas de hematomas de distintas tonalidades. Por más que Irene intenta que el chico hable, este no dice nada.
Desde ese día, Irene añade una nueva tarea a su horario, bañar a los niños mientras el doctor descansa. Su angustia crece con cada nuevo chiquillo marcado o mutilado por el salvaje doctor que, una vez descubierto, justifica su estado por las continuas peleas y palizas que se propinan entre ellos a causa de su stress postraumático y que ni él ni ella pueden controlar.
Irene está escandalizada. Envía numerosas cartas al alcalde del pueblo con la esperanza de que este las dirija a la autoridad oportuna, pero nadie se presenta allí.
Una noche, la joven con un embarazo de ocho meses y muchas dificultades vuelve a saltar al alfeizar de la ventana vecina. Sabe que al día siguiente un camión procedente del sur traerá a siete nuevos chicos y quiere saber por qué la mañana anterior han faltado cuatro chicos al recuento matutino. Enfila sus pasos al despacho del doctor y una vez dentro descubre un diario sobre su mesa donde noche tras noche apunta todo lo que hace a los niños al amparo de sus investigaciones sobre el dolor y su propagación desde el cerebro a las distintas partes del cuerpo. No hay tiempo para escandalizarse, un grito resuena por toda la estancia. Proviene de una pequeña puerta que se encuentra al lado de una enorme estantería que hace las veces de biblioteca científica.
Irene abre la puerta. Unos escalones fríos y húmedos conducen a una sala de torturas propia de un castillo de la Edad Media. Irene mira a su alrededor. En uno de los laterales yacen los cuerpos de tres niños en una postura que para cualquiera sería incompatible con la vida. En el otro extremo, el cuerpo del cuarto niño se desangra atado a una rueda de madera de gran tamaño llena de pinchos herrumbrosos. Del doctor no hay ni rastro. Un paso a su espalda y la joven institutriz se gira en redondo lo justo para ver al horrible doctor con una sonrisa espantosa en su cara. Un pequeño pinchazo en el cuello e Irene se desmaya.
La joven abre los ojos. Su cuerpo desnudo se balancea atado de pies y manos de cuatro cadenas que la mantienen suspendida a un metro y medio del suelo. El doctor se encuentra delante de ella. Su traje de tweed ha sido sustituido por un mandil manchado de sangre. La sonrisa espantosa que cruza su cara de lado a lado continúa.
Irene intenta gritar pero una mordaza cubre su boca.
Veo que ya te has despertado.
Irene llora asustada, el doctor se acerca portando un extraño artilugio alargado
terminado en una bola semicircular en una de sus manos.
- Por tu educación creo que habrás oído hablar de la Santa Inquisición española. Yo oí hablar de ella por primera vez hace varios años, en la facultad de medicina, y cuando comencé mi tesis doctoral sobre cómo se propaga el dolor desde su centro en el cerebro hasta la zona dañada o próxima a dañarse, atisbé un medio en ello para llegar a tal fin. Pero para poder experimentar necesitaba sujetos, y creo que por voluntad propia nadie se expondría a recibir dolor voluntariamente. Así que a la muerte de mis padres, cogí toda mi herencia y me vine a España recién acabada la guerra para levantar una gran tapadera para mis actos. El hospital psiquiátrico de San Jorge para aquellos seres que, por su condición recién adquirida, eran propensos a no quejarse de nada. Los huérfanos de guerra. Cada mes recibía nuevas cobayas aunque he de decir que también aumentó la curiosidad de la gente de los alrededores, pero nada como un buen dinero en el bolsillo del alcalde y alguna que otra fiesta para acallar los rumores. Lo que más me costó fue acabar con la vida de aquellos niños que poco a poco se reponían satisfactoriamente de su neurosis de guerra. Los instrumentos de tortura caseros y una buena fosa común en le jardín trasero solucionó dicho problema de una manera como decirlo... excitante.
El doctor avanza con el artilugio sujeto ahora con ambas manos. Con la izquierda acciona un tornillo de mariposa situado en la base. El semicírculo se separa en cuatro patillas y de estas asoman cuatro pinchos afilados. Irene se mueve y las lágrimas que inundan sus ojos son acompañadas de sollozos. El doctor se detiene y con sus manos toca el vientre abultado de Irene. Sus pupilas y su respiración dejan ver que está tremendamente excitado.
- ¿Sabes qué es esto jovencita? Hace muchos años le llamaban “la pera”. Servía para castigar a los blasfemos, a las mujeres que mantenían supuestas relaciones sexuales con el diablo o a los sodomitas, dependiendo de por donde era introducida, ya fuera vía oral, vaginal o anal respectivamente. No mata, si es eso lo que te estás preguntando, pero si es verdad que estos pinchos mutilan salvajemente las paredes de allí donde se meten y es bastante posible que las infecciones acaben con la vida del sujeto en cuestión de días. Unos días de intensos dolores. Debido a tu estado sin embargo, no voy a aplicarte este método, pero si me gustaría comprobar si el feto que llevas dentro ya está lo suficientemente desarrollado para poder experimentar con él lo que serían sus primeros dolores.
Lo último que siente Irene es cómo algo frío y afilado la raja lentamente. Con la vista nublada llega a percibir sangre resbalando por sus piernas y un pequeño bulto entre las manos del asesino. Después exhala el último suspiro y fallece.
Varios flashes agitan su mente. En uno ve a un joven funcionario sacando un fajo de cartas del ayuntamiento y entregándolas en un puesto de la guardia civil. En otro ve al alcalde entrando en un furgón verde esposado de pies y manos. En otro varios operarios provistos de picos y palas levantan el jardín trasero del psiquiátrico y dejan al descubierto miles de huesos de diferentes tamaños y formas. Un agente entrega a un oficial superior lo que parece un viejo diario de tapas de cuero. En el último flash, Irene puede ver cómo el doctor Horton se balancea en la horca con la cara morada y su asquerosa sonrisa en los labios.
Su cuerpo etéreo se sacude y se levanta. Sabe que está muerta pero una razón la mantiene atada a este mundo, sabe que él también está aquí, y no parará hasta encontrarle y hacerle desaparecer.
Hasta entonces, que todo aquel que se adentre en la montaña y haya causado dolor a alguien sepa que el fantasma de Irene ronda el lugar y muy probablemente se convierta en una víctima suya para calmar sus ansias de venganza.