11 de Diciembre de 1911
Alejandro vivía en una enorme granja situada en lo alto de un frondoso valle. Dada la gran distancia a la que se encontraba del pueblo más cercano, Alex sólo disfrutaba de la compañía de sus padres. Desde pequeño observaba a su padre ejecutar todas las tareas que una granja así conllevaba, alimentar al ganado, mantenimiento de las instalaciones y un largo etcétera que ocupaban al cabeza de familia de sol a sol. Por las noches el pequeño ayudaba a su madre en las tareas domésticas aunque lo que más le divertía era la elaboración de riquísimas mermeladas con los productos cultivados en el huerto situado en la zona sur de la granja.
En la mañana de su décimo cumpleaños, Alejandro se despertó y vio a su padre sentado a los pies de su cama. Su rostro apenas se reconocía, el pelo lacio le caía sobre la cara y unas grandes arrugas poblaban su morena tez. De forma pausada y serena le explicó que su madre estaba gravemente enferma y los médicos no podían hacer nada por ella.
Alejandro se acercó al dormitorio de sus padres y dubitativo empujó la puerta de madera maciza y entró. Su madre se encontraba recostada en una vieja mecedora envuelta en numerosas mantas de lana. Su cara estaba pálida y por la comisura de los labios resbalaba un fino hilo de sangre que apresuró a limpiar con un pañuelo que escondía en una de sus mangas. La madre, al verlo, intentó sonreír como mejor pudo y con un aspaviento muy lento de sus brazos le invitó a acercarse. Alejandro vaciló angustiado y se situó de rodillas a los pies de su regazo. La madre acarició su pelo con lágrimas en los ojos y un débil susurro golpeó su pequeño corazón. Me muero.
Esa fue la última vez que Alejandro vio a su madre con vida. Dos días después fue enterrada cerca del huerto que con tanto cariño había cultivado año tras año. Desde ese día Alejandro comenzó a trabajar a las órdenes de su padre aunque la visión de su madre enferma, de la sangre corriendo por sus finos labios y empapando el pañuelo nunca desaparecieron de su cabeza.
Tres años después, una mañana fría de invierno, Alejandro abordó a su padre poco antes del desayuno y muy nervioso le dijo, quiero ir a la ciudad y estudiar medicina, papa quiero ser doctor. El padre le observó atentamente y tras pensarlo durante unos minutos le contestó con un profundo no, la granja necesitaba el máximo número de brazos disponibles si querían sacarla adelante. Alejandro no se inmutó ni tampoco abandonó su sueño de ser médico, si no podía ir a la ciudad a aprender a las órdenes de un buen doctor, lo haría por si mismo.
Así que día tras día, armado con varios cuchillos, tijeras y demás utensilios caseros, se dirigía por las noches a la pequeña fosa donde su padre arrojaba los cadáveres de los animales muertos y los diseccionaba para conocer todas las entrañas. Poco a poco fue descubriendo que lo que más ansiaba era conocer el cuerpo humano, los animales no eran iguales que los hombres, él quería ver cual era el motor de la vida, él quería ver un ser humano.
El invierno de su décimo séptimo cumpleaños trajo días de fuertes heladas que azotaron la región. Su padre, como todos los días, salía a trabajar de sol a sol hasta que un buen día no lo hizo. Alejandro se acercó al dormitorio y vio a su padre tendido en la cama sudando y diciendo frases ininteligibles, tras observarle detenidamente un buen rato se dio cuenta de que estaba delirando. La vida se escapaba de su fornido cuerpo día a día sin que él pudiera hacer nada, pero no cometería el mismo error que hizo que su madre se fuera de su lado. Pacientemente espero a que su padre se durmiera, fue a buscar su bolsa de utensilios quirúrgicos domésticos y comenzó con la disección.
Su padre abrió los ojos, presa de la fiebre pudo distinguir la cara de su hijo totalmente ensangrentada mirándole tiernamente. En sus manos sostenía uno de sus pulmones.
- Papa te vas a morir mira como tienes los pulmones. Están completamente encharcado de un líquido verdoso.
Un grito escalofriante escapó de la garganta del padre y expiró.
En cuanto el cuerpo de su difunto padre se pudrió y los huesos de su madre ya no le dieron mas pistas sobre la anatomía humana, Alejandro no supo que hacer. La granja estaba a su cargo y mantenerla era un trabajo muy duro aunque su juventud lo aguantaba bien. No era de echar su prometedora carrera a perder por falta de material de estudio, tenía que haber una solución factible.
La noche de Navidad, Alejandro subió la pequeña colina que daba al valle y miró hacia lo más profundo. Las luces de la ciudad titilaban en una graciosa combinación de colores festivos. Un pueblo en auge alberga numerosos conejillos listos para el estudio, sólo tendría que ir cada noche, seleccionar un espécimen y continuar con su trabajo como si nada.
Así que una vez a la semana, Alejandro provisto con un gran saco de harpillera, bajaba por la senda del río hasta la ciudad y dependiendo de su tema de estudio así era la víctima. Conocía perfectamente el funcionamiento de la nutrición, para ello abrió el orondo cuerpo del pastelero mientras este engullía violentamente pasteles de dos en dos. Conocía perfectamente donde se desarrollaba un niño antes del parto ya que una embarazada se descuidó de su marido por la noche y fue a parar a las manos de Alejandro. Conocía perfectamente el sistema reproductor humano gracias a una joven pareja que, buscando un poco de intimidad, habían aparcado su coche a una distancia prudencial a la salida de la ciudad. Todos los ciudadanos se alegraban de poder ayudar al joven Alejandro en su prometedora carrera de medicina o eso le parecía a él.
Pasados unos meses la gente del pueblo estaba aterrorizada. Unos cuantos pensaban que una bestia del diablo rondaba los bosques adyacentes, otros pensaban que el pueblo estaba maldito. Sólo Alejandro conocía la macabra realidad.
Una noche sin luna, Alejandro consiguió raptar a una pequeña de unos seis años de si mismo lecho. Con una sonrisa de oreja a oreja subió el agreste valle hasta su granja pensando en todo lo que investigaría con la tierna jovencita, entró en el desvencijado pajar y tras encender el candil de aceite acostó a la pequeña sobre el heno y la ató fuertemente a unas sogas preparadas para tal efecto. Abrió su maletín “regalo” de un viejo doctor al que había perforado la cabeza en busca de su conocimiento y extrajo un diminuto bisturí plateado. Alejandro tomó aire y espiró lentamente, acercó el filo hasta la garganta de la niña y antes de que pudiera asestar el tajo mortal, una fuerte ráfaga de aire apagó el candil y sumió la estancia en una oscuridad perpetua.
Alejandro se incorporó y buscó a tientas el candil cuando un montón de ojos se fueron abriendo de la nada sucesivamente y le miraron inquisitivamente.
- Tú nos has matado asesino, hemos venido a por ti.
Varias semanas después, la gente del pueblo en su batida en busca del misterioso secuestrador, encontraron el cuerpo frío de Alejandro desmembrado colgado de un enorme gancho preparado para la matanza del cerdo y creyendo que se trataba de una nueva víctima, lloraron su pérdida y siguieron con la búsqueda.
Nadie sintió la perdida de Alejandro y nadie se dio cuenta que desde ese día las desapariciones terminaron rotundamente. Lo que si cuentan las gentes del lugar es que la granja se volvió oscura y sombría y en los días en que el viento azota las laderas del valle se escuchan susurros humanos ufanos por su cumplida venganza.
sábado, 22 de agosto de 2009
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