29 de Julio de 2009
Ser enterrador no es uno de los chollos más grandes del mundo, y si no que se lo digan al bueno de Juan, 24 años dedicándose a tan noble oficio, el de cerrar la puerta de la última morada de cada uno. Si es verdad que el cliente jamás te pone pega alguna sobre como desempeñas tu trabajo pero como iba diciendo, la alegría de la huerta no es, y luego está el hecho de tener que vivir a orillas del camposanto….
Pues eso si que no es problema para la pequeña Celia, la única hija del bueno de Juan, a sus diez añitos era lo más parecido a una brillante luz entre tanta oscuridad y tristeza. Acabar un oficio rodeado de gente llorando la pérdida del ser querido, llegar a casa y ser recibido con un fuerte abrazo y un beso le daba fuerzas al bueno de Juan para continuar día a día.
Para Celia todo era diferente, lo que su padre no sabía es que ella venía de un largo clan matriarcal conocido como las visitadoras, una antigua familia que se remonta a los tiempos de los antiguos druidas, encargada de vigilar a los espíritus que todavía no tienen derecho al descanso eterno. Gracias o no a una bendición de la madre Tierra, la primogénita de la familia siempre es mujer y recibe el don de la mirada verdadera, por la cual puede ver a todo aquel espíritu que no descansa en paz. La obligación de la predecesora es orientar y educar a la nueva visitadora hasta que este preparada, así lo hizo su abuela con su madre y antes la bisabuela. El problema de Celia es que su madre murió muy temprano y apenas pudo dejarla dos reglas de oro que debía seguir a rajatabla, siempre que anduviera en el cementerio, nunca debía alejarse de la zona donde se encontraban los niños y jamás y eso lo apuntó muy claramente, jamás debería cuestionar o preguntar por las costumbres de un aparecido.
En estas circunstancias os podéis imaginar que la pequeña Celia prácticamente no necesitaba amigos, según caía el sol en el horizonte, terminaba de ayudar a su padre en las tareas del hogar, se calzaba sus botitas, se vestía con su abrigo de borreguito y salía corriendo hacia la tapia del camposanto y de dos saltos se colaba en el interior.
Y allí se encontraban todos sus amiguitos. Estaba Felipe, un niño que a la tierna edad de 6 años falleció por fiebres tifoideas, estaba Esteban, fallecido en un accidente de coche y al que le faltaba medio cuerpo, al principio impresionaba muchísimo, pero gracias a su desparpajo y a los chistes que el mismo se hacía respecto a su forma de andar con las manos, Celia le había incluido dentro del circulo de sus más intimas amistades. También estaba Eugenio, un niño que jamás contó a nadie el motivo de su muerte y que a Celia tuvo intrigada durante mucho tiempo, pero que por su forma de hablar y de reír, siempre echando bocanadas de agua, puedo deducir que había fallecido ahogado. Y esos eran principalmente los amiguitos de Celia, bueno esos y la vieja Gertrudis, una amabilísima anciana que llevaba enterrada allí desde mucho antes de que se levantara el cementerio. Todas las noches se reunía tan peculiar grupo para hablar de todo un poco desde las típicas anécdotas del colegio hasta cualquier problema personal que Celia llevara dentro.
Cierto día, Celia se acercó al pueblo a comprar un regalo para su padre, su cumpleaños estaba cerca y llevaba varios meses ahorrando la paga para comprarle una corbata que alegrara un poco el vestuario ya de por si oscuro que solía llevar, cuando en una de las ramas del árbol que se encuentra situado a los pies del cruce que lleva al colegio y a su casa, apareció un niño columpiándose alegremente. Celia se detuvo y le miró extrañada. Había pasado miles de veces por allí y jamás le había visto. El chico parecía un acróbata, se desplazaba de un lado a otro de la rama de un millón de maneras y formas, boca arriba, boca abajo, a la pata coja, se diría que había nacido allí. Como el pequeño espíritu seguía ignorando a Celia, esta se acercó y cortésmente saludó.
- Hola.
- Vaya, no me había fijado en ti. ¿Llevas mucho tiempo ahí parada?
- El suficiente para ver lo bien que te desenvuelves encima de una rama.
- Buena observadora Celia.
- Y ¿cómo es que sabes mi nombre?
- Digamos que no eres la única que se dedica a observar a la gente extraña.
- Y si no es mucho entrometerme ¿cuántos años tienes?
- Si con años te refieres a la edad que debería tener ahora hace mucho tiempo que perdí la cuenta, si preguntas por los años que tenía antes de morir, eran 12 si mal no recuerdo.
- Y ya que sabes mi nombre, ¿podrías decirme cual es el tuyo?
- Es justo, yo soy Alfredo, un placer.
- Y ¿por qué estás siempre subido al árbol?
- ¿Tú no sabes que árbol es este verdad?
- Pues sinceramente es la primera vez que me fijo en él. Es exactamente igual que cualquier árbol de los alrededores, la única diferencia es que este está solo y en el linde del camino.
- Este es el árbol donde se ajusticiaba a los condenados a la horca hace ya tiempo, así que como empezaras a comprender ahora no estoy solo aquí.
- ¿Y tú también fuiste condenado a la horca?
- No deberías indagar mucho en el tema, creo que es una de las reglas de las visitadoras pero aún así te lo contaré. Robé al rey para dar de comer a mi hermana pequeña y me pillaron, como escarmiento para todos los muertos de hambre como yo fui ajusticiado en este árbol, pero no fui el único al que ahorcaron ese día. Antes lo fue un asesino que se dedicaba a sembrar el pánico en la comarca matando a todo aquel que se despistaba y no llegaba a casa antes del anochecer.
- ¿Y ese hombre está ahí contigo?
- Si, no tardará en aparecer ya que el sol está a punto de ponerse, y en verdad te digo que no te gustará estar aquí cuando lo haga, yo ya no puedo hacer nada para remediarlo pero tú estás a tiempo. Márchate y no vuelvas la cabeza atrás.
El corazón de Celia comenzó a bombear sangre como nunca lo había hecho, sus piernas querían correr, pero su cabeza las doblegaba con grandes esfuerzos, no podía dejar a ese pobre niño ahí. Sin dudarlo, apretó las manos y tomó una decisión.
- ¡Vente conmigo!
- ¿Cómo?
- ¡Vente conmigo a un lugar mejor! Conozco un sitio mucho mejor que este, un sitio donde jamás estarás solo y donde descansan mis buenos amigos, un sitio donde nunca volverás a tener miedo.
- Pero este es mi sitio, jamás me he movido de aquí.
- Eso se puede cambiar, dame la mano y corramos, esta noche estarás en buena compañía y podrás descansar feliz para siempre.
Alfredo estiró fuerte el brazo y un frío glaciar recorrió el cuerpo de la pequeña Celia cuando sus dedos tocaron los suyos, pero no la importó. Mientras corrían como alma que lleva el diablo por el camino, un escalofrío recorría la espalda de la pequeña Celia, sabía que alguien o algo se acercaba y no traía buenas intenciones, los pulmones ardían pero no la importaba, la mano gélida de Alfredo continuaba sujeta a su propia mano y eso era lo principal. Varios minutos mas tarde Alfredo se detuvo bruscamente sin motivo aparente. Celia Tiró de forma violenta de su mano pero Alfredo no se movió.
- Adiós Celia. Yo no puedo pasar de aquí.
- Pero ese hombre vendrá, démonos prisa, mi casa está doblando aquel pequeño monte. Allí estarás a salvo.
- No puede ser, yo debo estar donde esté mi cuerpo. Si le abandono desaparezco. De todas formas muchísimas gracias, solo siento lo que te va a pasar a ti.
- ¿Cómo, qué me va a pasar a mí?
- Nunca se cuestionan o cambian las costumbres de los aparecidos ¿te suena?
- Es una regla de oro de las visitadoras….
- Marcha rápido hacia tu casa y no vuelvas a pasar por aquí. Guíate siempre por tu buen corazón.
Celia recorrió los últimos metros que le separaban de su casa sin mirar atrás. Pequeños ríos de lágrimas resbalaban por sus blancas mejillas, la idea de no poder salvar a Alfredo la dolía mucho pero sobretodo la sensación de haber fallado a su madre la desgarraba el corazón sobremanera. Ya cercana a la tapia del camposanto un coro de voces de ultratumba retumbó en sus oídos. Entre ellas pudo reconocer las de sus mejores amigos, Felipe, Eugenio, Esteban, hasta la de la vieja Gertrudis parecían recriminarle su metedura de pata.
Al día siguiente Celia no se levantó de la cama, ni al siguiente ni al siguiente. Era tal su pesar que nada ni nadie podía consolarla en esos momentos amargos. Tres días después se acercó tímidamente al cementerio. Un silencio sepulcral fue todo lo que pudo escuchar. Las tiernas risas de sus amigos habían desaparecido y con ellas todo su mundo especial. Desde ese día la joven Celia no volvió a tener ese don extraordinario, desde ese día todo volvió a la naturalidad que en su día tuvo que tener.
Ese fue el castigo que recibió, pero aun hoy en día recuerda aquella época con una leve sonrisa en los labios y una cosa siempre la quedó clara, si la dieran una oportunidad más para poder salvar a Alfredo no dudaría en volver a hacerlo una y otra vez.
Dedicada a mi sobrina Celia, la persona que más quiero en este mundo a día de hoy
lunes, 17 de agosto de 2009
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