viernes, 14 de agosto de 2009

La historia de Don Ramón

11 de Diciembre de 1885

Mientras el pueblo duerme, las velas de la iglesia bailan una especie de danza macabra al compás del viento durante el trágico velatorio. A los pies del altar, un pequeño ataúd de color blanco nacarado en cuyo interior yace un bebe de escasos meses con su traje de bautizo, recostado sobre su mantita azul celeste de tal forma que, si alguien se acercara a verle, juraría que está dormido, aunque todos los allí presentes saben, que de aquel profundo sueño jamás despertará.
Las horas pasan lentamente, en las afueras, la niebla ha caído alrededor de la pequeña iglesia formando un escudo vaporoso que la hace prácticamente invisible desde el exterior. Inesperadamente, de la niebla surge la figura enjuta de un ser humano. Avanza encorvado portando lo que parece un fardo largo, pesado y bastante aparatoso. Una vez traspasa las puertas de la iglesia, la titilante luz de las velas revelan su verdadera apariencia.
Un anciano de pelo blanquecino se para en el umbral de la puerta y echa un intenso vistazo a la escena que ocurre en el interior. La madre del pequeño llora en silencio a los pies del féretro mientras dos mujeres la consuelan inútilmente en, seguramente, uno de los peores días de su vida. Más a la derecha, sentado en uno de los bancos de madera, con la cabeza metida entre las rodillas se encuentra el padre de la criatura, sólo en su dolor.
Don Ramón recobra la compostura, coloca sus gruesas gafas de pasta negra con un leve toque de su dedo índice y avanza para unirse a tan tremenda escena. En un gesto apenas advertido por los presentes, Don Ramón coloca el pesado fardo en una de las enormes columnas de piedra de la iglesia y se dirige al encuentro del afectado padre. Un roce en su hombro derecho y el padre se incorpora ante él. Don Ramón le susurra palabras de apoyo y acto seguido saca de su gastado traje de tweed una pequeña tarjeta blanca. El compungido padre la mira detenidamente de la misma forma que un chino mira un libro de latín ya que no sabe leer. Don Ramón lo advierte tarde y por ello se castiga en su interior, para subsanarlo, coge al fornido padre amablemente de uno de su brazos y lo invita a seguirle hasta el pesado y largo fardo oculto por una sabana más pálida que blanca y tras retirarla suavemente deja ver una gran cámara de fotos con su trípode lista para inmortalizar tan penosa escena. El padre agradecido, le dice que son pobres y no tienen dinero para permitirse ese lujo, pero Don Ramón sabedor de aquello le indica que no se preocupe, él no está aquí para ganar dinero, solo quiere que la gente conserve un recuerdo de aquellas personas que involuntariamente marchan sin hacer apenas ruido.
El padre enormemente agradecido se acerca tímidamente a su esposa y se lo explica detenidamente. Don Ramón mientras tanto sitúa la cámara en frente del altar, la madre y el padre flanquean al niño en actitud severa. Don Ramón levanta la cortinilla trasera de la cámara y encuadra la escena con una experiencia que solo tienen aquellos que llevan muchos años en la profesión. Coloca el flash de polvo de magnesio y dispara. Al mismo tiempo que se ilumina el tétrico cuadro una débil luz azul es absorbida por el obturador de la cámara.
Don Ramón recoge el material de trabajo y agradece a la familia su comprensión indicándoles que en poco tiempo recibirían la foto en su casa. Acto seguido abandona la iglesia y es devorado por la espesa niebla desapareciendo prácticamente por el mismo sitio donde minutos antes se había manifestado.
Todo vuelve de nuevo a la normalidad, el padre continua llorando en silencio con la cabeza entre las rodillas, la madre sigue atendida por las dos mujeres en todo su dolor. Nadie se percata de la ausencia de Don Ramón, ni de que aunque ha prometido enviar la foto a los padres no ha pedido dirección donde tramitarla, no hay tiempo para esas menudencias.
Don Ramón se encuentra en su estudio de revelado situado en la parte trasera de casa. Una vez que su última foto es revelada, la deja secando sobre una fina cuerda de tender la ropa. Todo el estudio está empapelado con fotos de fallecidos. Pero lo que nadie sabe es que aquella morbosa habitación es la antesala del purgatorio. Todo espíritu que debería entrar en el purgatorio y no tiene sitio, es fotografiado por Don Ramón de tal forma que el alma queda plasmada en la foto y puede esperar a tener un lugar en la antesala de su descanso eterno.

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