lunes, 24 de agosto de 2009

El señor del tiempo

Soy un ser sin vida, vago por el mundo sin que nadie pueda verme. La gente pasa a mi lado sin notar mi presencia. Vivo en una eterna soledad que llega a angustiar de tal forma que se podría decir que me encuentro en una habitación perpetua sin oxigeno.

Soy un fantasma, mi vida esta en medio de dos mundos, el real y el eterno. Para mi el tiempo no tiene sentido, pueden pasar los años en un suspiro o recrearme durante siglos en la belleza de un segundo. Puede sonar a una rara paradoja, pero ser condenado a la muerte en vida tiene su ventaja, soy amo y señor del tiempo, camino por las finas hebras del tiempo desplazándome hacia atrás o hacia delante como me place. Gracias a ello he podido presenciar todo tipo de historias, algunas buenas y otras tan tristes que si mi oscuro pecho albergara un corazón, se partiría en mil pedazos. Pero no es momento de contarlas, si están interesados en ellas solo quiero darles un pequeño consejo, más que un consejo es un secreto que poca gente conoce, el ser humano es maravilloso, cada persona es un mundo y guarda infinidad de historias, sólo miren a su alrededor porque esas historias están sucediendo mientras caminan al trabajo, dan un paseo, sonríen….

Como ya les he dicho no quiero hablar de ellas, quiero hablar de esas “otras historias” que también están sucediendo en ese preciso instante en el que caminan al trabajo, dan un paseo, sonríen. Les hablo de las vidas de aquellas personas que como yo, han sido desterradas a vagar eternamente por la senda de la oscuridad. Mis compañeros de viaje, mis amigos.

domingo, 23 de agosto de 2009

El tren de las ánimas

En noches sin luna, apartado de todo ápice de civilización y obviando cualquier tipo de accidente geográfico, circula una serpiente fantasmal. Lo que antaño fue la famosa barca de Caronte con el devenir de los siglos se ha transformado en un lujoso tren de vapor donde las almas de los descarriados aguardan pacientemente su juicio final. Pero no nos fijemos en sus exquisitos acabados orientales, ni en sus ventanillas ahumadas, que no os cautive su velocidad ni su estilizada belleza porque realmente, lo que importa de ese magnífico tren es cada uno de sus vagones, y concretamente los que sumidos en un infinito tedio esperan y esperan lo que el destino les depare.
Sinceramente espero que nunca te halles en su interior, pero si por desgracia algún día te encuentras sólo en una lúgubre estación y un enorme haz de luz fría se detiene delante de ti, súbete a él, entrega tu billete al revisor y disfruta de las historias que cada viajero pueda contarte, te aseguro que no te arrepentirás.

La historia de Irene

11 de Diciembre de 1945

Mientras España se sumía en el horror de una guerra civil, Irene acababa sus estudios de maestra encerrada en un sótano a la luz de una vela. Donde los militares de alto rango veían líneas de frente, trincheras y batallas, Irene veía capitales, ríos y montañas. Donde la gente mundana veía sufrimiento con los terribles bombardeos que dejaban miles de cuerpos mutilados esparcidos por las calles, Irene veía reacciones químicas e interesantes estudios de anatomía. Era su forma de evadirse del día a día. La misma suerte que hizo que la guerra pasara por su lado sin dejarse apenas sentir quiso que, una vez acabada, Irene entrara como institutriz en una bonita casa del centro de la capital propiedad de un coronel muy influyente y respetado. Comenzaron los duros años cuarenta, la población española se enfrentaba al hambre, a las enfermedades y a una dura represión política. El horror continuaba un año después, pero esta vez vestía otro traje. Irene ajena a todo esto, vivía feliz en su torre de oro y marfil. Su único trabajo consistía en la educación de los dos vástagos del coronel y seguir a raja tabla las costumbres católicas de la familia. Pero la suerte a veces puede ser muy traidora y abandonarte cuando menos te lo esperas. La belleza y juventud de Irene no pasaron desapercibidas a los ojos del obtuso coronel que, con promesas y lisonjas, consiguió llevarla a la cama. Tres meses después Irene llora desconsolada. Con las manos se sujeta el vientre donde una nueva vida se está gestando. El coronel asustado por las consecuencias que todo esto acarrearía a su posición y a su persona, echa a la joven Irene de su casa con la amenaza de que si por alguna razón se atreve a acercarse de nuevo a su familia, se pudrirá en la cárcel como una republicana más. La torre de oro y marfil desaparece a cada paso que la aleja de sus puertas. La desgracia golpea a una joven de veinte años embarazada de tres meses que, con tan solo una pequeña maleta, deambula por las calles buscando algo que comer. Mendigando comida y un austero lugar donde dormir, Irene llega a un pueblo pintoresco a los pies de una inmensa sierra verde y blanca donde, si la guerra se detuvo alguna vez allí, había marchado hace mucho tiempo. El alcalde de dicho pueblo se apiada de la joven institutriz y le habla de un hospital psiquiátrico para niños del que un doctor inglés se ha hecho cargo para sanar y dar cobijo a cualquier huérfano de guerra. Seguramente allí necesitará la ayuda de una mujer. Irene coge su vieja maleta y asciende por el camino de tierra que lleva al antiguo hospital de tuberculosos, hoy hospital psiquiátrico de San Jorge para niños huerfanos de guerra. El edificio se levanta en un gran claro rodeado de paredes y peñas rocosas con poca vegetación. En la puerta, un hombre alto y delgado vestido con un austero pero impoluto traje de tweed la observa extrañado. Una vez echas las presentaciones, el doctor Horton e Irene discuten el por qué esta última no puede trabajar allí hasta que desesperada, la joven le comunica su estado de buena esperanza. El doctor sonríe misteriosamente y la acompaña a su habitación. Desde ese día su horario incluye tareas de limpieza, ayuda de comedor y vigilancia para que los niños no si hiciesen daño mutuamente. Los días pasan con tranquilidad mientras Irene cumple con sus obligaciones y un único requisito, por la noche nunca jamás debe abandonar su habitación pasara lo que pasase y oyera lo que oyese. A tal efecto su puerta permanece cerrada con llave desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana. Pasados unos meses Irene comienza a notar desapariciones repentinas y muertes súbitas de niños perfectamente sanos. Esto se acentúa mucho más con la llegada de un nuevo camión con niños procedentes de distintos puntos geográficos. Una noche Irene se levanta, salta por su ventana y se cuela en la habitación de al lado comenzando su exploración. De uno de los pasillos sale el doctor Horton arrastrando a un niño que patalea inútilmente en un vago intento por soltarse. Irene asustada, regresa como puede a su habitación. A la mañana siguiente busca al chaval por todo el inmueble. En una de las esquinas del dormitorio común yace el niño de cuclillas mirando fijamente a la pared. Su espalda está en carne viva y sus piernas llenas de hematomas de distintas tonalidades. Por más que Irene intenta que el chico hable, este no dice nada. Desde ese día, Irene añade una nueva tarea a su horario, bañar a los niños mientras el doctor descansa. Su angustia crece con cada nuevo chiquillo marcado o mutilado por el salvaje doctor que, una vez descubierto, justifica su estado por las continuas peleas y palizas que se propinan entre ellos a causa de su stress postraumático y que ni él ni ella pueden controlar. Irene está escandalizada. Envía numerosas cartas al alcalde del pueblo con la esperanza de que este las dirija a la autoridad oportuna, pero nadie se presenta allí. Una noche, la joven con un embarazo de ocho meses y muchas dificultades vuelve a saltar al alfeizar de la ventana vecina. Sabe que al día siguiente un camión procedente del sur traerá a siete nuevos chicos y quiere saber por qué la mañana anterior han faltado cuatro chicos al recuento matutino. Enfila sus pasos al despacho del doctor y una vez dentro descubre un diario sobre su mesa donde noche tras noche apunta todo lo que hace a los niños al amparo de sus investigaciones sobre el dolor y su propagación desde el cerebro a las distintas partes del cuerpo. No hay tiempo para escandalizarse, un grito resuena por toda la estancia. Proviene de una pequeña puerta que se encuentra al lado de una enorme estantería que hace las veces de biblioteca científica. Irene abre la puerta. Unos escalones fríos y húmedos conducen a una sala de torturas propia de un castillo de la Edad Media. Irene mira a su alrededor. En uno de los laterales yacen los cuerpos de tres niños en una postura que para cualquiera sería incompatible con la vida. En el otro extremo, el cuerpo del cuarto niño se desangra atado a una rueda de madera de gran tamaño llena de pinchos herrumbrosos. Del doctor no hay ni rastro. Un paso a su espalda y la joven institutriz se gira en redondo lo justo para ver al horrible doctor con una sonrisa espantosa en su cara. Un pequeño pinchazo en el cuello e Irene se desmaya. La joven abre los ojos. Su cuerpo desnudo se balancea atado de pies y manos de cuatro cadenas que la mantienen suspendida a un metro y medio del suelo. El doctor se encuentra delante de ella. Su traje de tweed ha sido sustituido por un mandil manchado de sangre. La sonrisa espantosa que cruza su cara de lado a lado continúa. Irene intenta gritar pero una mordaza cubre su boca. Veo que ya te has despertado. Irene llora asustada, el doctor se acerca portando un extraño artilugio alargado terminado en una bola semicircular en una de sus manos.

- Por tu educación creo que habrás oído hablar de la Santa Inquisición española. Yo oí hablar de ella por primera vez hace varios años, en la facultad de medicina, y cuando comencé mi tesis doctoral sobre cómo se propaga el dolor desde su centro en el cerebro hasta la zona dañada o próxima a dañarse, atisbé un medio en ello para llegar a tal fin. Pero para poder experimentar necesitaba sujetos, y creo que por voluntad propia nadie se expondría a recibir dolor voluntariamente. Así que a la muerte de mis padres, cogí toda mi herencia y me vine a España recién acabada la guerra para levantar una gran tapadera para mis actos. El hospital psiquiátrico de San Jorge para aquellos seres que, por su condición recién adquirida, eran propensos a no quejarse de nada. Los huérfanos de guerra. Cada mes recibía nuevas cobayas aunque he de decir que también aumentó la curiosidad de la gente de los alrededores, pero nada como un buen dinero en el bolsillo del alcalde y alguna que otra fiesta para acallar los rumores. Lo que más me costó fue acabar con la vida de aquellos niños que poco a poco se reponían satisfactoriamente de su neurosis de guerra. Los instrumentos de tortura caseros y una buena fosa común en le jardín trasero solucionó dicho problema de una manera como decirlo... excitante.

El doctor avanza con el artilugio sujeto ahora con ambas manos. Con la izquierda acciona un tornillo de mariposa situado en la base. El semicírculo se separa en cuatro patillas y de estas asoman cuatro pinchos afilados. Irene se mueve y las lágrimas que inundan sus ojos son acompañadas de sollozos. El doctor se detiene y con sus manos toca el vientre abultado de Irene. Sus pupilas y su respiración dejan ver que está tremendamente excitado.

- ¿Sabes qué es esto jovencita? Hace muchos años le llamaban “la pera”. Servía para castigar a los blasfemos, a las mujeres que mantenían supuestas relaciones sexuales con el diablo o a los sodomitas, dependiendo de por donde era introducida, ya fuera vía oral, vaginal o anal respectivamente. No mata, si es eso lo que te estás preguntando, pero si es verdad que estos pinchos mutilan salvajemente las paredes de allí donde se meten y es bastante posible que las infecciones acaben con la vida del sujeto en cuestión de días. Unos días de intensos dolores. Debido a tu estado sin embargo, no voy a aplicarte este método, pero si me gustaría comprobar si el feto que llevas dentro ya está lo suficientemente desarrollado para poder experimentar con él lo que serían sus primeros dolores.

Lo último que siente Irene es cómo algo frío y afilado la raja lentamente. Con la vista nublada llega a percibir sangre resbalando por sus piernas y un pequeño bulto entre las manos del asesino. Después exhala el último suspiro y fallece. Varios flashes agitan su mente. En uno ve a un joven funcionario sacando un fajo de cartas del ayuntamiento y entregándolas en un puesto de la guardia civil. En otro ve al alcalde entrando en un furgón verde esposado de pies y manos. En otro varios operarios provistos de picos y palas levantan el jardín trasero del psiquiátrico y dejan al descubierto miles de huesos de diferentes tamaños y formas. Un agente entrega a un oficial superior lo que parece un viejo diario de tapas de cuero. En el último flash, Irene puede ver cómo el doctor Horton se balancea en la horca con la cara morada y su asquerosa sonrisa en los labios. Su cuerpo etéreo se sacude y se levanta. Sabe que está muerta pero una razón la mantiene atada a este mundo, sabe que él también está aquí, y no parará hasta encontrarle y hacerle desaparecer. Hasta entonces, que todo aquel que se adentre en la montaña y haya causado dolor a alguien sepa que el fantasma de Irene ronda el lugar y muy probablemente se convierta en una víctima suya para calmar sus ansias de venganza.

sábado, 22 de agosto de 2009

La historia de Alejandro

11 de Diciembre de 1911


Alejandro vivía en una enorme granja situada en lo alto de un frondoso valle. Dada la gran distancia a la que se encontraba del pueblo más cercano, Alex sólo disfrutaba de la compañía de sus padres. Desde pequeño observaba a su padre ejecutar todas las tareas que una granja así conllevaba, alimentar al ganado, mantenimiento de las instalaciones y un largo etcétera que ocupaban al cabeza de familia de sol a sol. Por las noches el pequeño ayudaba a su madre en las tareas domésticas aunque lo que más le divertía era la elaboración de riquísimas mermeladas con los productos cultivados en el huerto situado en la zona sur de la granja.
En la mañana de su décimo cumpleaños, Alejandro se despertó y vio a su padre sentado a los pies de su cama. Su rostro apenas se reconocía, el pelo lacio le caía sobre la cara y unas grandes arrugas poblaban su morena tez. De forma pausada y serena le explicó que su madre estaba gravemente enferma y los médicos no podían hacer nada por ella.
Alejandro se acercó al dormitorio de sus padres y dubitativo empujó la puerta de madera maciza y entró. Su madre se encontraba recostada en una vieja mecedora envuelta en numerosas mantas de lana. Su cara estaba pálida y por la comisura de los labios resbalaba un fino hilo de sangre que apresuró a limpiar con un pañuelo que escondía en una de sus mangas. La madre, al verlo, intentó sonreír como mejor pudo y con un aspaviento muy lento de sus brazos le invitó a acercarse. Alejandro vaciló angustiado y se situó de rodillas a los pies de su regazo. La madre acarició su pelo con lágrimas en los ojos y un débil susurro golpeó su pequeño corazón. Me muero.
Esa fue la última vez que Alejandro vio a su madre con vida. Dos días después fue enterrada cerca del huerto que con tanto cariño había cultivado año tras año. Desde ese día Alejandro comenzó a trabajar a las órdenes de su padre aunque la visión de su madre enferma, de la sangre corriendo por sus finos labios y empapando el pañuelo nunca desaparecieron de su cabeza.
Tres años después, una mañana fría de invierno, Alejandro abordó a su padre poco antes del desayuno y muy nervioso le dijo, quiero ir a la ciudad y estudiar medicina, papa quiero ser doctor. El padre le observó atentamente y tras pensarlo durante unos minutos le contestó con un profundo no, la granja necesitaba el máximo número de brazos disponibles si querían sacarla adelante. Alejandro no se inmutó ni tampoco abandonó su sueño de ser médico, si no podía ir a la ciudad a aprender a las órdenes de un buen doctor, lo haría por si mismo.
Así que día tras día, armado con varios cuchillos, tijeras y demás utensilios caseros, se dirigía por las noches a la pequeña fosa donde su padre arrojaba los cadáveres de los animales muertos y los diseccionaba para conocer todas las entrañas. Poco a poco fue descubriendo que lo que más ansiaba era conocer el cuerpo humano, los animales no eran iguales que los hombres, él quería ver cual era el motor de la vida, él quería ver un ser humano.
El invierno de su décimo séptimo cumpleaños trajo días de fuertes heladas que azotaron la región. Su padre, como todos los días, salía a trabajar de sol a sol hasta que un buen día no lo hizo. Alejandro se acercó al dormitorio y vio a su padre tendido en la cama sudando y diciendo frases ininteligibles, tras observarle detenidamente un buen rato se dio cuenta de que estaba delirando. La vida se escapaba de su fornido cuerpo día a día sin que él pudiera hacer nada, pero no cometería el mismo error que hizo que su madre se fuera de su lado. Pacientemente espero a que su padre se durmiera, fue a buscar su bolsa de utensilios quirúrgicos domésticos y comenzó con la disección.
Su padre abrió los ojos, presa de la fiebre pudo distinguir la cara de su hijo totalmente ensangrentada mirándole tiernamente. En sus manos sostenía uno de sus pulmones.
- Papa te vas a morir mira como tienes los pulmones. Están completamente encharcado de un líquido verdoso.
Un grito escalofriante escapó de la garganta del padre y expiró.
En cuanto el cuerpo de su difunto padre se pudrió y los huesos de su madre ya no le dieron mas pistas sobre la anatomía humana, Alejandro no supo que hacer. La granja estaba a su cargo y mantenerla era un trabajo muy duro aunque su juventud lo aguantaba bien. No era de echar su prometedora carrera a perder por falta de material de estudio, tenía que haber una solución factible.
La noche de Navidad, Alejandro subió la pequeña colina que daba al valle y miró hacia lo más profundo. Las luces de la ciudad titilaban en una graciosa combinación de colores festivos. Un pueblo en auge alberga numerosos conejillos listos para el estudio, sólo tendría que ir cada noche, seleccionar un espécimen y continuar con su trabajo como si nada.
Así que una vez a la semana, Alejandro provisto con un gran saco de harpillera, bajaba por la senda del río hasta la ciudad y dependiendo de su tema de estudio así era la víctima. Conocía perfectamente el funcionamiento de la nutrición, para ello abrió el orondo cuerpo del pastelero mientras este engullía violentamente pasteles de dos en dos. Conocía perfectamente donde se desarrollaba un niño antes del parto ya que una embarazada se descuidó de su marido por la noche y fue a parar a las manos de Alejandro. Conocía perfectamente el sistema reproductor humano gracias a una joven pareja que, buscando un poco de intimidad, habían aparcado su coche a una distancia prudencial a la salida de la ciudad. Todos los ciudadanos se alegraban de poder ayudar al joven Alejandro en su prometedora carrera de medicina o eso le parecía a él.
Pasados unos meses la gente del pueblo estaba aterrorizada. Unos cuantos pensaban que una bestia del diablo rondaba los bosques adyacentes, otros pensaban que el pueblo estaba maldito. Sólo Alejandro conocía la macabra realidad.
Una noche sin luna, Alejandro consiguió raptar a una pequeña de unos seis años de si mismo lecho. Con una sonrisa de oreja a oreja subió el agreste valle hasta su granja pensando en todo lo que investigaría con la tierna jovencita, entró en el desvencijado pajar y tras encender el candil de aceite acostó a la pequeña sobre el heno y la ató fuertemente a unas sogas preparadas para tal efecto. Abrió su maletín “regalo” de un viejo doctor al que había perforado la cabeza en busca de su conocimiento y extrajo un diminuto bisturí plateado. Alejandro tomó aire y espiró lentamente, acercó el filo hasta la garganta de la niña y antes de que pudiera asestar el tajo mortal, una fuerte ráfaga de aire apagó el candil y sumió la estancia en una oscuridad perpetua.
Alejandro se incorporó y buscó a tientas el candil cuando un montón de ojos se fueron abriendo de la nada sucesivamente y le miraron inquisitivamente.
- Tú nos has matado asesino, hemos venido a por ti.
Varias semanas después, la gente del pueblo en su batida en busca del misterioso secuestrador, encontraron el cuerpo frío de Alejandro desmembrado colgado de un enorme gancho preparado para la matanza del cerdo y creyendo que se trataba de una nueva víctima, lloraron su pérdida y siguieron con la búsqueda.
Nadie sintió la perdida de Alejandro y nadie se dio cuenta que desde ese día las desapariciones terminaron rotundamente. Lo que si cuentan las gentes del lugar es que la granja se volvió oscura y sombría y en los días en que el viento azota las laderas del valle se escuchan susurros humanos ufanos por su cumplida venganza.

viernes, 21 de agosto de 2009

La casa del millón de espiritus

11 de Diciembre de 2005

Carmen bajó del coche y comenzó a ascender por una cuesta de tierra oscura cuyo final lo coronaba una gran verja de hierro repujado bastante oxidada.
Trabajaba para una famosa galería de antigüedades desde hacía dos años, pero aún así su jefe nunca le había brindado la oportunidad de trabajar directamente con el cliente y poder hacerse con una suculenta cartera. Esta sería su gran oportunidad. Nerviosa, abrió de nuevo la carpeta con el dossier de su nuevo cliente que había sido preparado meticulosamente por la secretaria personal del dueño de la galería y leyó de nuevo todos y cada uno de los párrafos letra por letra, palabra por palabra.
El vendedor en este caso se trataba de un joven actor de poca monta francés que acababa de recibir una suculenta herencia de parte de la familia materna. Sus padres habían muerto hacía unos años en un terrible accidente de coche a las afueras de Hamburgo y como hijo único que era dilapidó la pequeña fortuna que le dejaron en una vida de libertinaje organizando fiestas y adquiriendo coches de gran cilindrada con los que asistía a la mayoría de los eventos de la alta sociedad de la capital francesa. Hace apenas un mes, al fallecer su abuela materna, el joven francés recibió de nuevo otra jugosa herencia: Unas propiedades en el interior y una antigua mansión decimonónica llena de recuerdos familiares de la que nada sabía.
Una de las mejores casas de subastas del país se había puesto en contacto con su galería para que hiciera inventario de todo lo que hubiera de valor y poder sacarlo al mercado antes de fin de año. Para eso estaba Carmen a punto de cruzar la verja de entrada y empezar con su trabajo.
Tras cruzar el descuidado jardín de entrada, Carmen se encontró con una increíble fachada de estilo colonial americano muy parecidas a las que se puedan encontrar en el barrio francés de Nueva Orleáns, pero totalmente inusuales en la península. Si no fuera porque se podía percibir el abandono en el que se encontraba ahora, la casa hubiera llamado la atención por su belleza romántica. La puerta de robusta madera estaba parcialmente abierta, así que Carmen cruzó el umbral y se plantó en el recibidor a la espera de su anfitrión.
- Hola, buenos días ¿hay alguien aquí?
- Bons jours mademoiselle, llega bastante temprano.
En lo alto de una gran escalinata que comunicaba el piso inferior con el superior apareció un joven apuesto vestido con un traje blanco. Con sutil gracia bajó lentamente los escalones saludó a Carmen con un leve beso en la mano y la pasó al interior.
- ¿Ha sido el viaje placentero señorita Costa?
- Bueno ha sido tranquilo.
Tras pasar unas puertas de doble hoja entraron en un salón comedor decorado muy al estilo medieval. Armaduras de diferentes siglos flanqueaban numerosas colecciones de espadas y arcos colgados en la pared por varias presillas de hierro. En el centro de la sala una gran mesa rectangular con varias sillas a su alrededor albergaba dos servicios preparados para la hora de comer. El joven francés señaló la silla de su izquierda y Carmen tomó asiento. Al momento personal de servicio se deslizó a sus espaldas y un apetitoso caldo de pollo humeaba en sus platos.
- ¿Qué le parece la colección de arte que poseo señorita Costa?
- Señor Faloux, he de decir que he quedado muy sorprendida, sinceramente. Sabía de la riqueza artística de su familia pero he de reconocer que todo esto rebasa mis expectativas.
- Realmente el arte siempre ha sido una debilidad en mi familia señorita Costa, desde varias generaciones mi familia ha atesorado innumerables joyas artísticas de incalculable valor en estos tiempos presentes. Desde cuadros de pintores consagrados que jamás han visto la luz hasta pequeñas filigranas de oro y piedras preciosas fabricadas por los joyeros más importantes de Francia y España. Y es que el arte puede ser un diminuto escorpión que cuando te pica estas perdido. ¿Y a usted cuando le pico el pequeño alacrán señorita Costa?
- Bueno si he de ser sincera todo empezó en el colegio de monjas donde estudié. Todo rodeado de antigüedades y con una hermosa basílica de estilo gótico donde rezábamos todas las mañanas.
- Ummm, interesante pasado el suyo señorita Costa. Sin duda alguna el arte cautiva de miles de maneras, pero ¿alguna vez ha oído alguna vez que el arte cobrara vida?
- Sinceramente no, señor Faloux.
- Pues acomódese en su butaca señorita Costa, porque lo que le voy a contar seguramente no venga en los libros de historia y posiblemente sean cuentos de viejas, pero como suelen decir ustedes los españoles cuando el río suena, agua lleva. Está la famosa historia de aquel pintor italiano cuyas obras cobraban vida una vez acabadas, pero esa historia no viene al caso y además no creo que haya mucho fondo auténtico en ella… Creo que la leyenda de la casa del millón de espíritus sea la más adecuada.
Corrían los primeros años de nuestra era cuando en la zona del Pirineo aragonés un poderoso druida se estableció huido de la Bretaña ocupada por las poderosas tropas de Julio Cesar. Tras levantar una casa de piedra a la orilla de un asentamiento Vaceo, comenzó con sus artes mágicas. Los lugareños asustados por los horribles ruidos y las extrañas luces que salían todas las noches por las ventanas, decidieron armarse de valor he ir a ver lo que allí acontecía. Armados con rudimentarias herramientas de trabajo cruzaron una noche el vado del río he irrumpieron en la casa del misterioso druida. Con los ojos atónitos contemplaron horrorizados como este anciano desangraba un bebe y se rociaba con su sangre mientras entonaba unos cánticos que subían de intensidad a medida que el ritual avanzaba. Y esto fue la gota que colmó el vaso para los campesinos. Con fuertes empujones sacaron al horrible brujo y en el medio de la villa lo quemaron sin ningún miramiento.
Mientras el cuerpo del anciano ardía, este todavía sacó fuerzas de flaqueza para echar una maldición que llegó al corazón de todos los presentes. Desde ese día hasta que el mundo muriera, esa casa se alimentaría de todo aquel ser humano que por sus proximidades apareciera.
Lo siguiente que se sabe es que los lugareños de la aldea vacea quemaron la casa por miedo a que la terrible maldición del desconocido druida se cumpliera.
Para poder continuar con la historia hay que referirse a un documento escrito por un historiador romano que doscientos años después narra las habladurías de un pequeño pueblo del sur de las montañas que separan Iberia del país galo que cuentan como en uno de los valles de la zona hay una aldea fantasma donde todos sus campesinos desaparecieron de la noche a la mañana y donde nadie ha vuelto a vivir.
Hay perdemos la pista de la llamada “casa encantada”. Varios siglos después encontramos de nuevo historias de peregrinos del camino de Santiago que cuentan como en una de las rutas se encuentra una misteriosa casa de acogida donde cualquier persona que se hospeda en ella desaparece sin dejar rastro.
Y año tras año, siglo tras siglo, la leyenda de la casa que aparece y se lleva la vida de todo aquel que mora en ella crece a ritmo vertiginoso por toda la geografía de la península. Hay referencias a ella tanto en el norte como en el sur, el este como en el oeste. Pero quizá la que mas impacte es la referida a la horrorosa guerra civil que sufristeis el siglo pasado, donde se cuenta como una compañía entera de milicianos republicanos se refugió en una gran casa de piedra situada a las afueras de un pueblo el cual iba a ser bombardeado por la aviación nacional. Después de tres duros días de bombardeo, las tropas del general Franco entraron en lo que quedaba del pueblo para no encontrar nada. Ni rastro de la compañía republicana y lo que es todavía un gran misterio ni rastro de la enorme casa de piedra situada en el camino de entrada. Peor suerte corrió aquel soldado republicano que, tras desertar de sus filas fue a informar al capital nacional de donde se encontraban hospedadas las desaparecidas tropas rojas, y todo por su supuesta mentira.
- Pero como ha dicho usted señor Faloux, no son más que cuentos de vieja, antiguas leyendas españolas.
- Puede ser señorita Costa, pero ¿y si después de todo fuera verdad? Tenga usted en cuenta que hay fuentes que pueden constatar la existencia de dicha casa.
- Siento desilusionarle señor Faloux pero no soy de ese tipo de personas que creen en ese tipo de cuentos que cuentan a los niños pequeños a la luz de una hoguera en un campamento de verano.
- Pues sinceramente señorita Costa debería creerlas, ya que está ahora mismo viviendo una de ellas.
Después de tres días sin tener noticias de la joven anticuaria, la compañía para la que trabajaba dio parte a la policía de su desaparición. Dos días después la Guardia Civil encontró su coche en una explanada de tierra cerca de un páramo rural donde acababa un antiguo sendero de caza. De la joven nunca se volvió a saber y su caso fue archivado años después.
Tres años más tarde una hermosa casa decimonónica restaurada se ponía a la venta en una apartada urbanización de la capital española.

jueves, 20 de agosto de 2009

La historia de Roberto

11 de Diciembre de 1984

Roberto era un niño infeliz. A sus ocho años había visto como gradualmente se convertía en un cero a la izquierda dentro del seno familiar. Y es que tras el nacimiento de su hermano César y posteriormente de la pequeña Celia, ojito derecho de su padre, nunca volvió a ser alguien importante dentro de la familia. Si a eso añadimos que en el colegio era prácticamente el hazmerreír de sus compañeros y que la falta de amigos tampoco ayuda mucho, se podría entender que por su joven e inexperta cabeza pasara la mala idea de fugarse.
Pero una fuga en condiciones requería un planteamiento serio. Así que durante varias semanas, Roberto se sentó delante de uno de sus cuadernos de clase y apuntó todo lo necesario para perpetuarla. Necesitaría víveres, el saco de dormir que le compraron sus padres la primera vez que se fue de acampada con el colegio y ropa de abrigo si para la llegada del invierno no había encontrado una nueva familia que le acogiera. De todas formas como el sabía que no era mal chico, esto no debería llevarle más de un par de semanas, lo que se tarda en llegar a una nueva ciudad y preguntar casa por casa quien se haría cargo de él.
Una vez rota la hucha, preparada la mochila y recogido el avituallamiento, Roberto cogió el primer autobús con matrícula capicúa y comenzó su aventura. Ya en la gran ciudad, el joven infante comprobó que quizá no iba a ser tan fácil encontrar una nueva familia como el pensaba. Las enormes avenidas surcadas de grandes edificios de ladrillo asustaban demasiado e ir puerta por puerta podía llevarle muchos días sino son meses, así que con el poco dinero que le quedaba volvió de nuevo a la estación de autobuses esperó a que apareciera el primer hombre o mujer de aspecto campechano y compró un billete a su mismo destino. Nada como un pueblecito donde todo el mundo se conoce y respeta o eso le decía siempre su abuela. Allí encontraría su lugar en el mundo, era un presentimiento.
Nada más apearse del autobús, Roberto vio desilusionado que el pueblo no era tan pequeño como aquel hombre con su boina y sus pantalones con tirantes daban a entender, y el dinero de sus ahorros no daba para mucho más. El sol hacía poco que se había escondido en el horizonte, así que se acercó a un parquecillo cercano estiró su saco de dormir, colocó la mochila encima para darse una pizca de calor y soñó que se encontraba en una familia nueva delante de un hermoso fuego de chimenea mientras la nieve caía al otro lado de la ventana y él abría una montaña de regalos de navidad, tan cercana a estas fechas.
Pasaron los días y todo seguía como siempre, lo único que había cambiado era la moral del joven Roberto que no daba para mucho más. No tenía dinero, no tenía comida y las noches frías de finales de otoño le daban bastante miedo, así que decidió imaginarse que a esas alturas en su casa ya le habrían echado de menos, sus padres estarían llorando a lágrima viva, su hermano Cesar preguntaría a todas horas tristón dónde se encontraba su hermanito mayor y la pequeña Celia, bueno la pequeña Celia no preguntaría nada a fin de cuentas era una niña de año y medio que apenas se da cuenta de lo que pasa a su alrededor.
Y en esas se encontraba Roberto, metido en su saco de dormir imaginando la situación familiar que debía estar pasando en su antigua morada cuando el sonido de unos arbustos le devolvieron a la realidad.

- ¿Qué haces ahí tumbado?

Roberto se incorporó un poco y buscó en la oscuridad el lugar de donde provenía la voz. La luna se encontraba en lo mas alto del negro firmamento, y aunque prácticamente todo el parque se podía ver sin necesidad de luz artificial, la espesura de alrededor estaba negra como el carbón.
- ¿Te ocurre algo?
- ¿Quién anda ahí?- Respondió Roberto.
De entre el frondoso follaje emergió una pequeña figura femenina enfundada en un camisón blanco impoluto. Sus pequeños pies descalzos flotaban entre las hojas marrones que poblaban el suelo. Nada más verla, Roberto sintió frío, ¿cómo podía salir de casa así con la gélida noche que había?
- Hola, no te asustes.
- No estoy asustado, solo es que no esperaba encontrar a nadie a estas horas de la noche.
- ¿Te apetece que juguemos un rato?
- ¿A estas horas, no deberías estar en casa durmiendo?
- Ahora es cuando mejor se puede jugar en el parque, no hay niños. Tenemos todos los columpios para nosotros solos.
- Me llamo Roberto.
- Yo soy Lily, encantada de conocerte.

Y pasaron los días. Todas las noches, puntual como un reloj suizo la pequeña
figura blanquecina de Lily asomaba por entre los arbustos como por arte de magia y las penas de Roberto se esfumaban en el acto. Siempre encontraban algo con lo que divertirse, una noche jugaron al escondite, otra recogieron castañas del suelo y tras apilarlas a un lado intentaron ver quien tenía mejor puntería lanzándolas sobre el objeto previamente asignado a tal efecto. Pero las noches en las que Roberto más se divertía eran aquellas en las que se sentaban en uno de los bancos que se alineaban a un lado del parque y hablaban de sus sueños largo y tendido como si el tiempo no existiera para ellos. Y era en ese instante cuando Roberto quería poder cogerla de la mano aunque sabía que nunca lo conseguiría.
Pero todo el mundo sabe que la alegría no dura eternamente. Una noche en la que Roberto abrazaba a su amiga y se disponía a disfrutar de su sesión nocturna de juegos una voz adulta rompió la calma nocturna. Lily se sobresaltó justo en el preciso instante en que una mujer apareció entre los matorrales envuelta en una bata de color rosa.
- Lily, ¿qué haces aquí a estas horas?
- Nada mama, solo estoy jugando.
- ¿Jugando sola en plena noche, es que has perdido la cabeza?
- Pero no estoy sola mama.
- ¿y se puede saber con quien andas? Como se entere tu padre se va a enfadar mucho.
- Mama, ¿te acuerdas esa historia que me contaste sobre aquel niño que encontraron muerto en el parque hace muchos años?
- ¿El chico que dormía en un saco de dormir? Aquello sucedió hace más de veinte años.
- Pues no te lo vas a creer, era muy simpático ¿sabes?

miércoles, 19 de agosto de 2009

La historia de Sophie


















17 de Diciembre de 1944
Sophie era una muchacha que se crió en un pueblo perdido en el basto estado de Texas. De padres inmigrantes, toda su vida pasó entre ganado y cultivos, hasta el feliz día en que Arthur entro en ella. Una bonita mañana de domingo, paseando por la calle principal del pueblo sus ojos se encontraron durante décimas de segundo, pero bastó para saber que estaban hechos el uno para el otro.
Ahora Arthur está en la guerra. Como todos los jóvenes de 20 años, Arthur escuchó la llamada del presidente Roosvelt y marchó hacia Europa para liberarla del yugo nazi a la que estaba sometida.
Pero la joven Sophie no quería ahora pensar en ello. Sentada en su butaca preferida, pasaba las horas acariciándose el vientre donde se encontraba el fruto de su amor. Todavía recuerda la primera vez que se cogieron las manos, una corriente mágica atravesó todos y cada uno de sus dedos, Arthur temblando, solo preguntaba si la apretaba demasiado mientras Sophie reía por dentro queriendo que jamás acabara ese momento.
Pero ahora Arthur estaba en la guerra.
Todavía recordaba la primera vez que la dijo que la quería. Aquella mañana de domingo, un sol primaveral entraba por las grandes ventanas de la sencilla iglesia de pueblo reflejando sus vidrieras en cada uno de los allí congregados. Sophie al lado de su madre miraba a Arthur de reojo en cada momento. Nadie sabe si fruto del azar o por algún extraño capricho del destino el corazón de la vidriera que representaba la figura del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo quiso que se dibujara en el pecho de Arthur, así que Sophie maravillada no pudo remediarlo y quedó atrapada en aquella hermosa escena. Arthur sonriendo, cogió el brillante corazón, lo depositó entre sus manos y por señas se lo entregó mientras de sus labios se podía leer te quiero. Aquella noche hicieron por primera vez el amor.
Pero ahora Arthur estaba en la guerra.
Un año después, Arthur ahorró lo suficiente y compró una pequeña granja a las afueras y lo primero que hizo fue correr hasta la casa de Sophie y pedirla que se casara con él. El padre de la novia no muy convencido se sentó en su sillón y procedió a escuchar todas las propuestas de su futuro yerno para con su hija mientras esta en su habitación lloraba de alegría y nerviosismo al lado de su madre. Sólo cuando llegó la hora de la cena y vio entrar en el comedor a su padre y a su amor riendo con una complicidad demasiado familiar supo que todo había ido bien y de un salto abrazó a Arthur y lo besó sin pudor.
Pero ahora Arthur estaba en la guerra. Aunque el correo militar funcionaba bastante bien hacía meses que no recibía carta del frente.
Los pocos años posteriores a la boda transcurrieron mejor de lo que la gente del lugar esperaba. El duro trabajo de Arthur en la granja dio sus frutos y poco a poco las cabezas de ganado se multiplicaron al igual que sus alegrías y sus ilusiones. Sólo faltaba un de su amor. Tres años después Sophie se quedó embarazada.
Y tres meses después Arthur marchó a la guerra.
Sophie, sentada en su butaca de mimbre seguía acariciando su vientre entre ahogados sollozos. Un olor familiar la hizo mirar al marco de la puerta del salón. La figura fantasmal de su esposo la miraba sonriendo como si nunca hubiera dejado la morada que ellos habían levantado con su trabajo y sudor. Sophie se levantó impulsada por un misterioso resorte creado por la soledad y la nostalgia de su amor y abrazó a su marido llorando a lágrima viva. Instantes después la figura de Arthur se desvaneció. Un mes después, un coche militar llegó hasta la granja, del cual, una vez paró a la puerta del porche de entrada, se bajaron dos figuras enfundadas en sendos uniformes. El más alto vestía una sotana negra como el azabache y a su lado un hombre mayor con uniforme militar portaba entre sus manos una bandera nacional.
Sophie abrió la puerta y gritó y lloró como sólo una mujer que acaba de perder a su amor verdadero sabe hacerlo.
El 17 de diciembre de 1944, parte de la 1ª división SS panzer Leibstandarte Adolf Hitler asesinó a 120 soldados americanos prisioneros que previamente se habían rendido y habían sido recluidos en un improvisado campo de concentración, a las afueras de Baugnez, Bélgica. Días después, concretamente el 14 de enero de 1945, tropas americanas tomaron el sitio y se encontraron tan macabra escena. El frío invierno belga había conservado la escena del crimen en perfecto estado. Este horror fue conocido en el mundo entero como la matanza de Malmedy.

lunes, 17 de agosto de 2009

La historia de Celia

29 de Julio de 2009

Ser enterrador no es uno de los chollos más grandes del mundo, y si no que se lo digan al bueno de Juan, 24 años dedicándose a tan noble oficio, el de cerrar la puerta de la última morada de cada uno. Si es verdad que el cliente jamás te pone pega alguna sobre como desempeñas tu trabajo pero como iba diciendo, la alegría de la huerta no es, y luego está el hecho de tener que vivir a orillas del camposanto….
Pues eso si que no es problema para la pequeña Celia, la única hija del bueno de Juan, a sus diez añitos era lo más parecido a una brillante luz entre tanta oscuridad y tristeza. Acabar un oficio rodeado de gente llorando la pérdida del ser querido, llegar a casa y ser recibido con un fuerte abrazo y un beso le daba fuerzas al bueno de Juan para continuar día a día.
Para Celia todo era diferente, lo que su padre no sabía es que ella venía de un largo clan matriarcal conocido como las visitadoras, una antigua familia que se remonta a los tiempos de los antiguos druidas, encargada de vigilar a los espíritus que todavía no tienen derecho al descanso eterno. Gracias o no a una bendición de la madre Tierra, la primogénita de la familia siempre es mujer y recibe el don de la mirada verdadera, por la cual puede ver a todo aquel espíritu que no descansa en paz. La obligación de la predecesora es orientar y educar a la nueva visitadora hasta que este preparada, así lo hizo su abuela con su madre y antes la bisabuela. El problema de Celia es que su madre murió muy temprano y apenas pudo dejarla dos reglas de oro que debía seguir a rajatabla, siempre que anduviera en el cementerio, nunca debía alejarse de la zona donde se encontraban los niños y jamás y eso lo apuntó muy claramente, jamás debería cuestionar o preguntar por las costumbres de un aparecido.
En estas circunstancias os podéis imaginar que la pequeña Celia prácticamente no necesitaba amigos, según caía el sol en el horizonte, terminaba de ayudar a su padre en las tareas del hogar, se calzaba sus botitas, se vestía con su abrigo de borreguito y salía corriendo hacia la tapia del camposanto y de dos saltos se colaba en el interior.
Y allí se encontraban todos sus amiguitos. Estaba Felipe, un niño que a la tierna edad de 6 años falleció por fiebres tifoideas, estaba Esteban, fallecido en un accidente de coche y al que le faltaba medio cuerpo, al principio impresionaba muchísimo, pero gracias a su desparpajo y a los chistes que el mismo se hacía respecto a su forma de andar con las manos, Celia le había incluido dentro del circulo de sus más intimas amistades. También estaba Eugenio, un niño que jamás contó a nadie el motivo de su muerte y que a Celia tuvo intrigada durante mucho tiempo, pero que por su forma de hablar y de reír, siempre echando bocanadas de agua, puedo deducir que había fallecido ahogado. Y esos eran principalmente los amiguitos de Celia, bueno esos y la vieja Gertrudis, una amabilísima anciana que llevaba enterrada allí desde mucho antes de que se levantara el cementerio. Todas las noches se reunía tan peculiar grupo para hablar de todo un poco desde las típicas anécdotas del colegio hasta cualquier problema personal que Celia llevara dentro.
Cierto día, Celia se acercó al pueblo a comprar un regalo para su padre, su cumpleaños estaba cerca y llevaba varios meses ahorrando la paga para comprarle una corbata que alegrara un poco el vestuario ya de por si oscuro que solía llevar, cuando en una de las ramas del árbol que se encuentra situado a los pies del cruce que lleva al colegio y a su casa, apareció un niño columpiándose alegremente. Celia se detuvo y le miró extrañada. Había pasado miles de veces por allí y jamás le había visto. El chico parecía un acróbata, se desplazaba de un lado a otro de la rama de un millón de maneras y formas, boca arriba, boca abajo, a la pata coja, se diría que había nacido allí. Como el pequeño espíritu seguía ignorando a Celia, esta se acercó y cortésmente saludó.

- Hola.
- Vaya, no me había fijado en ti. ¿Llevas mucho tiempo ahí parada?
- El suficiente para ver lo bien que te desenvuelves encima de una rama.
- Buena observadora Celia.
- Y ¿cómo es que sabes mi nombre?
- Digamos que no eres la única que se dedica a observar a la gente extraña.
- Y si no es mucho entrometerme ¿cuántos años tienes?
- Si con años te refieres a la edad que debería tener ahora hace mucho tiempo que perdí la cuenta, si preguntas por los años que tenía antes de morir, eran 12 si mal no recuerdo.
- Y ya que sabes mi nombre, ¿podrías decirme cual es el tuyo?
- Es justo, yo soy Alfredo, un placer.
- Y ¿por qué estás siempre subido al árbol?
- ¿Tú no sabes que árbol es este verdad?
- Pues sinceramente es la primera vez que me fijo en él. Es exactamente igual que cualquier árbol de los alrededores, la única diferencia es que este está solo y en el linde del camino.
- Este es el árbol donde se ajusticiaba a los condenados a la horca hace ya tiempo, así que como empezaras a comprender ahora no estoy solo aquí.
- ¿Y tú también fuiste condenado a la horca?
- No deberías indagar mucho en el tema, creo que es una de las reglas de las visitadoras pero aún así te lo contaré. Robé al rey para dar de comer a mi hermana pequeña y me pillaron, como escarmiento para todos los muertos de hambre como yo fui ajusticiado en este árbol, pero no fui el único al que ahorcaron ese día. Antes lo fue un asesino que se dedicaba a sembrar el pánico en la comarca matando a todo aquel que se despistaba y no llegaba a casa antes del anochecer.
- ¿Y ese hombre está ahí contigo?
- Si, no tardará en aparecer ya que el sol está a punto de ponerse, y en verdad te digo que no te gustará estar aquí cuando lo haga, yo ya no puedo hacer nada para remediarlo pero tú estás a tiempo. Márchate y no vuelvas la cabeza atrás.

El corazón de Celia comenzó a bombear sangre como nunca lo había hecho, sus piernas querían correr, pero su cabeza las doblegaba con grandes esfuerzos, no podía dejar a ese pobre niño ahí. Sin dudarlo, apretó las manos y tomó una decisión.
- ¡Vente conmigo!
- ¿Cómo?
- ¡Vente conmigo a un lugar mejor! Conozco un sitio mucho mejor que este, un sitio donde jamás estarás solo y donde descansan mis buenos amigos, un sitio donde nunca volverás a tener miedo.
- Pero este es mi sitio, jamás me he movido de aquí.
- Eso se puede cambiar, dame la mano y corramos, esta noche estarás en buena compañía y podrás descansar feliz para siempre.

Alfredo estiró fuerte el brazo y un frío glaciar recorrió el cuerpo de la pequeña Celia cuando sus dedos tocaron los suyos, pero no la importó. Mientras corrían como alma que lleva el diablo por el camino, un escalofrío recorría la espalda de la pequeña Celia, sabía que alguien o algo se acercaba y no traía buenas intenciones, los pulmones ardían pero no la importaba, la mano gélida de Alfredo continuaba sujeta a su propia mano y eso era lo principal. Varios minutos mas tarde Alfredo se detuvo bruscamente sin motivo aparente. Celia Tiró de forma violenta de su mano pero Alfredo no se movió.
- Adiós Celia. Yo no puedo pasar de aquí.
- Pero ese hombre vendrá, démonos prisa, mi casa está doblando aquel pequeño monte. Allí estarás a salvo.
- No puede ser, yo debo estar donde esté mi cuerpo. Si le abandono desaparezco. De todas formas muchísimas gracias, solo siento lo que te va a pasar a ti.
- ¿Cómo, qué me va a pasar a mí?
- Nunca se cuestionan o cambian las costumbres de los aparecidos ¿te suena?
- Es una regla de oro de las visitadoras….
- Marcha rápido hacia tu casa y no vuelvas a pasar por aquí. Guíate siempre por tu buen corazón.

Celia recorrió los últimos metros que le separaban de su casa sin mirar atrás. Pequeños ríos de lágrimas resbalaban por sus blancas mejillas, la idea de no poder salvar a Alfredo la dolía mucho pero sobretodo la sensación de haber fallado a su madre la desgarraba el corazón sobremanera. Ya cercana a la tapia del camposanto un coro de voces de ultratumba retumbó en sus oídos. Entre ellas pudo reconocer las de sus mejores amigos, Felipe, Eugenio, Esteban, hasta la de la vieja Gertrudis parecían recriminarle su metedura de pata.
Al día siguiente Celia no se levantó de la cama, ni al siguiente ni al siguiente. Era tal su pesar que nada ni nadie podía consolarla en esos momentos amargos. Tres días después se acercó tímidamente al cementerio. Un silencio sepulcral fue todo lo que pudo escuchar. Las tiernas risas de sus amigos habían desaparecido y con ellas todo su mundo especial. Desde ese día la joven Celia no volvió a tener ese don extraordinario, desde ese día todo volvió a la naturalidad que en su día tuvo que tener.
Ese fue el castigo que recibió, pero aun hoy en día recuerda aquella época con una leve sonrisa en los labios y una cosa siempre la quedó clara, si la dieran una oportunidad más para poder salvar a Alfredo no dudaría en volver a hacerlo una y otra vez.

Dedicada a mi sobrina Celia, la persona que más quiero en este mundo a día de hoy

domingo, 16 de agosto de 2009

La historia de Francisco Ectoplasma I

11 de Diciembre de 1715

Francisco Valdés fue en su día un simple labriego, amigo de sus amigos, que una triste mañana de Otoño falleció a causa de la viruela. Y eso es todo lo que recuerda de su anterior vida. Una vez su alma llega a la sala del juicio, Francisco queda asombrado al comprobar que donde él pensaba que separaban a la gente buena de la mala, se encontraba un espíritu funcionario del más allá repartiendo empleos.
Como en el más allá no transcurre el tiempo, no podemos afirmar a ciencia cierta el tiempo que Francisco estuvo en la cola. Lo que si sabemos es que el atento funcionario del más allá lo tuvo claro a la hora de dar su nuevo trabajo a Francisco. Su cara atacada por la viruela y su cuerpo fornido por el duro trabajo en el campo daban el perfil exacto para el nuevo Holandés Errante.
Asi que Francisco desaparece dentro de un gigantesco portal psíquico con un traje de pirata colgado debajo del brazo. Una vez en su nuevo destino, Francisco conoce a su nuevo supervisor, otro funcionario del más allá que de forma fría y antipática le invita a vestir su nuevo uniforme y a subir a su barco.
Varias travesias después, Francisco llora desconsolado en el puente de mando del barco, no sabe hablar holandés con lo que la comunicación con la tripulación es nula, y no solo eso, la espesa bruma que precede a la aparición del barco en el mundo real es tan densa que lo desorienta sobremanera y hace que la mayoría de las veces se pierda y aparezca donde no debe, y si a eso le sumamos el hecho de que Francisco se ha criado toda la vida en tierra y no sabe ni lo que es un barco, entendemos por qué el supervisor estampó el sello de "no apto" en su evaluación final.
Y es que lo que no sabe mucha gente es que el mundo fantasmal es etéreo y se alimenta del miedo de los humanos, por eso los funcionarios del más allá se encargan de colocar a cada fantasma en su lugar correspondiente para que el miedo prevalezca y el mundo siga existiendo.
Pero dejemos eso a un lado y busquemos al bueno de Francisco en la cola de entrada del mundo espiritual, en frente del funcionario del más allá que le entrega, muy serio, su nuevo destino, la mansión de Canterville-Chase, ocupada antes por un fantasma que se fugó con una jovenzuela.
Y otra vez tenemos a Francisco a los pies del portal psíquico, con un traje de época en una mano y una pesada bola de acero atada a una cadena en la otra, y otra vez le tenemos delante del nuevo supervisor con la misma cara severa y avinagrada que el anterior con su nueva evaluación en una oscura carpetilla gris.
Tampoco sabemos el tiempo que Francisco pasó allí, lo que si sabemos es que lo que antaño fue una funesta y maldita mansión pasó a convertirse en un hotel donde los huespedes se alojaban única y exclusivamente para encontrarse con el bueno de Francisco y poder fotografiarse junto a él.
Así que de nuevo tenemos a Francisco en la cola donde se asignan los empleos, con su evaluación final suspendida, esperando su turno. Y por tercera vez se tiene que ver la cara con el malhumorado funcionario del más allá que por tercera vez le da su destino y por tercera vez se encuentra a los pies dle portal psíquico con un traje de época colgado en un brazo y con la cabeza decapitada bajo el otro. Un paso adelante y aparece en la Torre de Londres.
Ni que decir tiene que su mala orientación, el hecho de que se dejara la cabeza en cualquier lado o de que incluso numerosos turistas de los que visitan la famosa torre vieran aparecer su cabeza rodando pidiendo socorro y su cuerpo detrás intentando cogerla, hicieron que famosos fantasmas que habitan la torre como el de Ana Bolena o el del pirata Sir Walter Raleigh le pusieran el título de Francisco Ectoplasma I el torpe para que no desentonara con la nobleza que allí residía.
Y por cuarta vez está Francisco en la cola con su evaluación final cateada, triste y compungido, esperando desdichado un nuevo destino.
Así que estimado lector, si alguna vez te cuentan o experimentas alguna historia de fantasmas, no te rias de la misma, pues multitud de espiritus como Francisco sigan en la cola esperando su destino, y sobretodo no dejeis de creer en este maravilloso mundo y así conseguiremos que no desaparezca jamás.

sábado, 15 de agosto de 2009

La historia de Carolina

11 de Diciembre de 1785
Carolina nació y se crió en el seno de una familia adinerada. La menor de tres hermanos, tras la muerte de su madre nada más nacer ella, siempre había estado sobre protegida. En el pueblo todo el mundo la adoraba, la felicidad que irradiaba a su paso la contagiaba con un simple saludo o una sonrisa, hasta tal punto que, como muchos decían, era capaz de transformar un apático lunes en un hermoso domingo de verano.
Los años se sucedían y la pequeña Carolina se convirtió en una bella mujer. Numerosos mozos de la zona acudieron a la casa familiar para intentar cortejarla, pero en cada intento se topaban con la gruesa muralla firme de sus dos hermanos mayores y si por cualquier excusa la muralla era flanqueada, siempre quedaba como último baluarte la poderosa torre en que se había convertido su padre una vez su esposa falleció. Pero eso a Carolina no la importaba.
Como en buena historia que se precie, algo pasó que trastocó los planes de la buena familia y esto fue la llegada al pueblo de un nuevo doctor.
Hector, que así se llamaba el buen doctor, pasaba todos los días consulta en el porche de su casa cuando hacía buen tiempo y al abrigo de la chimenea los fríos dias de invierno, por casualidades de la vida y una mala higiene bucal, una mañana el hermano mayor de Carolina despertó con un enorme flemón en el carrillo. Su padre asustado pidió ayuda al buen doctor, y este ni corto ni perezoso se presentó en casa con unos alicates y una pequeña botella de orujo.
Veinte minutos después encontramos al padre de Carolina abrazado al médico y deshaciendose en elogios, al hermano borracho en el sillón del salón con una muela menos, al doctor rojo con un tomate argumentando que solo era su deber y a Carolina escondida tras la puerta totalmente fascinada por lo que una persona podía hacer para aliviar el sufrimiento de otras.
Desde ese día todos los viernes por la noche el buen doctor cenaba en casa de Carolina y esta a su vez no se perdía la consulta de Hector bajo ningun concepto. Al cabo de los años, el doctor se acercó a la casa familiar y abordó humildemente al padre por deseo expreso de la joven.
Carolina quería ser médico y él ya no podía enseñarla más. Ahora debía trasladarse al hospital de la capital, donde buenos médicos continuarían lo que él había empezado. El padre hecho una furia expulsó al buen doctor de la casa culpandole de meter pájaros en la cabeza de la niña de sus ojos y cortés pero tajantemente le invitó a que no apareciera por allí jamás. Carolina lloró amargamente durante días, su sueño de poder aliviar el sufrimiento a las personas se rompió como una fina lámina de cristal al golpear contra el suelo.
Y de nuevo entra en escena una nueva casualidad de la vida, esta vez en forma de terrible enfermedad que en cuestión de semanas convirtió la floreciente aldea en un pueblo fantasma, primero fue el barrio de los pobres, pero con el tiempo no hizo distinción y fueron muriendo los demás uno por uno hasta que solo quedó el buen doctor y su ayudante Carolina. La mala suerte quiso cebarse con la joven y una buena mañana en la que el doctor se levantó temprano para quemar los últimos cuerpos, desayunó un bol de leche con unas gachas de avena, se recostó en la cama para reposar y allí exhaló su último suspiro.
Carolina estaba destrozada, no tenía familia, no tenía a nadie en el mundo y si seguía allí probablemente muriera en breve, así que rápidamente cogió algo de ropa, avituallamiento algún que otro cacharro y lo único que ahora la unía al difunto doctor, su negro maletín, y marchó a la capital donde intentaría labrarse un futuro.
Los días fueron pasando y el camino se hacía cada vez mas duro y difícil, siempre que veía una colina en el horizonte se imaginaba que detrás aparecerían las hermosas cúpulas de marmol de la orgullosa capital pero en vez de eso ante ella se elevaba otra nueva colina y su espíritu, antaño fuerte, desfallecía. Tan solo su fe en la medicina le ayudaba a continuar día a día, noche tras noche.
Y una nueva casualidad se topó con la joven Carolina, esta vez como un llanto de bebé que esta escuchó al pasar por delante de una frondosa cueva.
Y de esa forma se presentaba su primera urgencia sola. Arrancando una de las mangas de su camisa y con un palo recio hizo una buena antorcha y con ella se internó en su interior. Posiblemente se tratara de una mujer a la que la sorprendió el parto en el camino y se tuvo que refugiar allí. Para atenderla necesitaría agua caliente y el río pasaba cerca de allí y con su cazuela podría hervirla sin problemas, para tapar a la criatura neonata contaba con su pelliza de lana y si la mujer tenía algun tipo de hemorragia, ya improvisaría con lo que llevaba en su hatillo.
La cueva cada vez se hacía más pequeña y en uno de sus recodos el estrecho canal dio paso a una gran galería de piedra caliza y la antorcha dejó de alumbrar. La negrura lo envolvía todo. Lo sorprendente era que aunque no se distinguía nada a dos palmos de distancia, la antorcha seguía encendida y eso asustó a Carolina con lo que se detuvo en seco. De nuevo el llanto del bebé taladró los oídos de la joven aspirante a médico, provenían de tan cerca que cualquiera diría que la criatura se encontraba a tan solo diez pasos pero la oscuridad la impedía ver. Al llanto del bebe se sumó el quejido de una mujer y eso bastó para que Carolina respirara hondo y siguiera adelante.
A medida que avanzaba la negrura cubrió su cuerpo, después se hizo poco a poco más densa con lo que avanzar fue tarea casi imposible. Posteriormente la respiración se le hizo muy complicada ya que la densa oscuridad le encogía los pulmones y al final se la tragó.
Acto seguido el llanto de bebé se dejó de oir y en su lugar la oscuridad se revolvió y dos enormes ojos de luz fría, intensa, pero que apenas alumbraba aparecieron de repente.
- El alma de una joven virgen me ha devuelto a la vida, aunque aún sigo débil, debo descansar.
Y la negrura ocultó de nuevo los ojos.

Moraleja: "Tres casualidades son muchas casualidades".

viernes, 14 de agosto de 2009

La historia de Don Ramón

11 de Diciembre de 1885

Mientras el pueblo duerme, las velas de la iglesia bailan una especie de danza macabra al compás del viento durante el trágico velatorio. A los pies del altar, un pequeño ataúd de color blanco nacarado en cuyo interior yace un bebe de escasos meses con su traje de bautizo, recostado sobre su mantita azul celeste de tal forma que, si alguien se acercara a verle, juraría que está dormido, aunque todos los allí presentes saben, que de aquel profundo sueño jamás despertará.
Las horas pasan lentamente, en las afueras, la niebla ha caído alrededor de la pequeña iglesia formando un escudo vaporoso que la hace prácticamente invisible desde el exterior. Inesperadamente, de la niebla surge la figura enjuta de un ser humano. Avanza encorvado portando lo que parece un fardo largo, pesado y bastante aparatoso. Una vez traspasa las puertas de la iglesia, la titilante luz de las velas revelan su verdadera apariencia.
Un anciano de pelo blanquecino se para en el umbral de la puerta y echa un intenso vistazo a la escena que ocurre en el interior. La madre del pequeño llora en silencio a los pies del féretro mientras dos mujeres la consuelan inútilmente en, seguramente, uno de los peores días de su vida. Más a la derecha, sentado en uno de los bancos de madera, con la cabeza metida entre las rodillas se encuentra el padre de la criatura, sólo en su dolor.
Don Ramón recobra la compostura, coloca sus gruesas gafas de pasta negra con un leve toque de su dedo índice y avanza para unirse a tan tremenda escena. En un gesto apenas advertido por los presentes, Don Ramón coloca el pesado fardo en una de las enormes columnas de piedra de la iglesia y se dirige al encuentro del afectado padre. Un roce en su hombro derecho y el padre se incorpora ante él. Don Ramón le susurra palabras de apoyo y acto seguido saca de su gastado traje de tweed una pequeña tarjeta blanca. El compungido padre la mira detenidamente de la misma forma que un chino mira un libro de latín ya que no sabe leer. Don Ramón lo advierte tarde y por ello se castiga en su interior, para subsanarlo, coge al fornido padre amablemente de uno de su brazos y lo invita a seguirle hasta el pesado y largo fardo oculto por una sabana más pálida que blanca y tras retirarla suavemente deja ver una gran cámara de fotos con su trípode lista para inmortalizar tan penosa escena. El padre agradecido, le dice que son pobres y no tienen dinero para permitirse ese lujo, pero Don Ramón sabedor de aquello le indica que no se preocupe, él no está aquí para ganar dinero, solo quiere que la gente conserve un recuerdo de aquellas personas que involuntariamente marchan sin hacer apenas ruido.
El padre enormemente agradecido se acerca tímidamente a su esposa y se lo explica detenidamente. Don Ramón mientras tanto sitúa la cámara en frente del altar, la madre y el padre flanquean al niño en actitud severa. Don Ramón levanta la cortinilla trasera de la cámara y encuadra la escena con una experiencia que solo tienen aquellos que llevan muchos años en la profesión. Coloca el flash de polvo de magnesio y dispara. Al mismo tiempo que se ilumina el tétrico cuadro una débil luz azul es absorbida por el obturador de la cámara.
Don Ramón recoge el material de trabajo y agradece a la familia su comprensión indicándoles que en poco tiempo recibirían la foto en su casa. Acto seguido abandona la iglesia y es devorado por la espesa niebla desapareciendo prácticamente por el mismo sitio donde minutos antes se había manifestado.
Todo vuelve de nuevo a la normalidad, el padre continua llorando en silencio con la cabeza entre las rodillas, la madre sigue atendida por las dos mujeres en todo su dolor. Nadie se percata de la ausencia de Don Ramón, ni de que aunque ha prometido enviar la foto a los padres no ha pedido dirección donde tramitarla, no hay tiempo para esas menudencias.
Don Ramón se encuentra en su estudio de revelado situado en la parte trasera de casa. Una vez que su última foto es revelada, la deja secando sobre una fina cuerda de tender la ropa. Todo el estudio está empapelado con fotos de fallecidos. Pero lo que nadie sabe es que aquella morbosa habitación es la antesala del purgatorio. Todo espíritu que debería entrar en el purgatorio y no tiene sitio, es fotografiado por Don Ramón de tal forma que el alma queda plasmada en la foto y puede esperar a tener un lugar en la antesala de su descanso eterno.

Una Navidad de "muerte"

11 de Diciembre de 1975

Vivir en una mansión con más años de antigüedad que ventanas podría ser el sueño de cualquier aficionado a la historia, pero no para Inés.
Inés es la única hija de una rica familia a la que un buen día sólo se le ocurrió abandonar su enorme piso en el centro de la capital y trasladarse a una vieja mansión decimonónica en mitad de la nada y al ladito de ninguna parte, tan solo por capricho.
El vacío que dejaba la ausencia de padres, todo el día trabajando, sus progenitores lo intentaban llenar con tutores y especialistas en la educación de muy diversos campos. Su horario era de lo más variopinto, desde ciencias de la naturaleza, equitación, arreglo floral y un largo etcétera que, a sus trece años, sólo ocupaban su tiempo, no conseguían que día a día se acordara de todos los amigos que dejó atrás por el capricho de unos padres snoob.
No es que Inés estuviera sola, la enorme mansión contaba con una anciana ama de llaves de 78 años la cual por sus modales y su forma de vestir diríase que llevaba a cargo de la casa desde que sus puertas abrieran por primera vez hacia ya cuatro siglos. Un buen día, la vieja Doris limpiaba al polvo de uno de los salones cuando Inés entró aburrida y se desplomó sobre uno de los sillones situado en frente de la chimenea que presidía la estancia. Doris, dejó el plumero a un lado, se acercó lentamente a la niña, tomó su carita triste entres sus manos y la miró a los ojos dulcemente.
- Veo que después de tres meses aún no te has parado a oír lo que esta vieja mansión tiene que ofrecerte.
Inés se levantó malhumorada y salió de la estancia como alma que lleva el diablo pensando que la vieja ama de llaves había perdido el poco uso de razón que le quedaba, pero a cada paso que daba la intriga crecía más en su interior, así que extrañada, volvió de nuevo al salón y preguntó:
- ¿Qué has querido decir con eso, acaso esta casa habla?
- Pues simplemente, lo único que he querido decir es que si por un solo momento no pensaras en tus amigos y dejaras de quejarte de tus padres sobre lo mal que te encuentras aquí, habrías descubierto nuevas amistades con las que poder jugar y divertirte.
Doris notó que Inés seguía extrañada pero más receptiva que antes, con lo que continuó:
- ¿Todavía no has conocido al joven Nicolás?
- Que yo sepa aquí solo trabajas tú y aquel hombre que viene dos veces por semana a traer la compra y a arreglar el jardín, Rafael creo que se llama.
- En eso tienes razón chiquilla, pero he de decirte que esta casa en sus mas de cuatrocientos años de historia ha tenido más trabajadores y por ende más familias que la ocuparon, y he de decirte que Nicolás fue el hijo pequeño de los primeros dueños de la casa y, por lo visto, le gustó tanto que todavía sigue aquí correteando por estos viejos pasillos.
- No estarás insinuando….
- Lo único que te puedo decir es que últimamente lo he visto mucho por la habitación de juegos del piso de arriba del ala oeste de la casa, la que tiene el papel de color vainilla con cenefa blanca en medio.

Las dos siguiente noches, Inés las pasó despierta pensando en si creer la historia de la vieja ama de llaves o no. Todo el mundo sabía que las historias de fantasmas eran cuentos de niño pequeño y como decía su padre, ella hacía tiempo que había dejado de ser una niña pequeña, pero también era verdad que ciertas partes de la casa la ponían los pelos de punta cuando las cruzaba. ¿Y si todo fuera verdad, y si realmente la casa estaba encantada? Por subir no se perdía nada.
Así que Inés se calzó con unas bonitas zapatillas rosas de estar por casa, se cubrió con una buena bata de franela y subió sin hacer ruido al encuentro de lo desconocido. Una vez en el piso de arriba, se paró en frente de la puerta de la habitación de juegos y escuchó durante unos segundos. Nada, el ruido parecía haberse ido a dormir con el resto de la gente respetable de la casa. Inés giró el pomo de la puerta y de la oscuridad asomó tímidamente una débil luz mortecina. Justo en el momento en que Inés iba a asomarse al interior, la puerta crujió por los años y la luz desapareció dejando la estancia más tenebrosa incluso que antes de entrar.
Pasaron los días, pero el fenómeno no se volvió a repetir, seguramente fue pura casualidad pensaba Inés, más siempre le quedó la duda de si realmente esa luz fantasmagórica era real o producto de su imaginación, hasta que una noche no muy diferente a las anteriores, Inés continuó con su nueva rutina, subió a la habitación de juegos, comprobó que estaba vacía, bajó a la suya, se puso el pijama, se metió en la cama, apagó la luz y una voz insegura le susurró al oído:
- ¿Por qué me espías?
- ¿Quién anda ahí?
Como surgida de la nada, una forma humana blanquecina tomó cuerpo al lado de la cama. Inés se asustó violentamente con lo que el nuevo ser retrocedió alarmado. La joven niña recobró la compostura y se preguntó de qué huía, si era precisamente ese encuentro lo que llevaba tiempo esperando. Era fundamental mantener la calma y mostrar seguridad.
- Hola, ¿eres Nicolás?
El ente etéreo titubeó.
- ¿De qué me conoces, que yo sepa no nos han presentado nunca?
- La vieja Doris me habló de ti, dijo que sería bueno para mí hacer amigos aquí, siempre ando sola, mis padres trabajan fuera de casa y apenas les veo, me aburro mucho.
- Se por lo que estás pasando. Mi padre era uno de los consejeros del rey y prácticamente vivía en la corte. Mi madre pasaba los días organizando y asistiendo a fiestas para mantener el honor del apellido familiar, ni si quiera se enteraron de mi grave enfermedad hasta que ya fue demasiado tarde.
- Lo siento.
- No te disculpes, quien se acuerda ya de eso jeje.
La noche dio paso al día y ese día a otra tranquila y apacible noche, la nueva amistad creció y se hizo más fuerte cada noche que pasaba. Nicolás enseñó a Inés sitios de la casa que ni la vieja Doris conocía y en respuesta a ello, Inés le puso al día en costumbres y usos.
Una noche de verano, La joven pareja descansaba en lo alto del tejado observando las estrellas. Nicolás se levantó y sin andarse con rodeos preguntó:
- ¿Estás a gusto conmigo?
- Claro, ¿por qué no debería de estarlo?
- Bueno, ya sabes, no soy, como decírtelo, natural, no soy humano al cien por cien.
- Bah, eso es una tontería, para mi eres como un hermano. Tú y la vieja Doris os habéis convertido en mi nueva familia.
- Entonces creo que ha llegado la hora de ampliar la nueva familia ¿no crees?
Inés lo miró extrañada y Nicolás corrió hacia una de las ventanas del desván, la niña se incorporó y le siguió feliz.
Nicolás atravesaba cada puerta con una risa infantil y poco a poco se distanciaba de Inés al tener esta que abrir cada puerta de las cuales algunas llevaban años sin abrirse. Un par de minutos después, Inés escuchó un gemido que le puso los pelos de punta, dobló la esquina del pasillo y se encontró con Nicolás quieto en frente de una puerta gris desvencijada de la que, casualmente, salían esos tétricos lamentos. El niño se giró y con un dedo en el labio la indicó que guardara silencio. Acto seguido se desvaneció en el interior.
Los gemidos cesaron automáticamente. Comenzaron entonces un intercambio de susurros y estos dieron paso a su vez a unas leves risas. Instantes después Nicolás atravesó de nuevo la puerta.
- Perdón por la tardanza, pero antes debía asegurarme de que todo fuera hecho de forma correcta. Voy a presentarte al espíritu más importante, antiguo y constructor de esta casa.
La puerta se abrió lentamente, Inés se asomó al interior. La chimenea ardía con un falso fuego azul que no calentaba nada. Justo en frente, hundido en un gran sillón de orejas raído con los años descansaba un hombre con una gran barba blanca, que si no fuera por su porte y vestuario medieval, cualquiera podría haberle confundido con el venerable Santa Claus fuera del trabajo. El fantasma se levantó y se acercó solemnemente.
- Te presento a Don Enrique, Dueño de este Señorío.
El caballero se inclinó y besó la mano de Inés. El toque helado de sus labios le produjo un escalofrío que recorrió todo su cuerpo pero aún así mantuvo la compostura y se sintió halagada.
Desde ese día, Nicolás cumplió con lo que dijo y la nueva familia creció cada noche con un nuevo miembro igual o más interesante que el anterior. Era increíble cómo un viejo caserío podía ser tan oscuro y aburrido por el día y tan lleno de energía por la noche. Inés ya no estaba sola, siempre tenía con quien charlar. Cada semana la dedicaba a un nuevo miembro, aunque las historias que más le fascinaban eran las de la bella Irene, una mujer que había sido injustamente ajusticiada por defender y ayudar a los más necesitados, o la de los gemelos siameses, que vivieron quince años encerrados en una celda en los sótanos ya que la gente no podía entender que una aberración de dos cuerpos unidos por el hígado pudieran formar parte de una familia de alta alcurnia. También se divirtió mucho con la forma de ser de una sirvienta llamada Gladis, la cual murió de pena al fallecer el bebe del que se encargaba por una negligencia suya. Podías mantener una conversación tranquila con ella hasta que recordaba que tenía que buscar al bebé que había perdido, momento en el que salía corriendo como una exhalación gritando ¿dónde estará el niño?
Pero del que jamás se separaba era de Nicolás, se habían convertido en grandes amigos a un nivel de complicidad que nunca antes había experimentado con otra persona.
Pasaron los meses y llegó la Navidad. Inés y la vieja Doris decoraron la entrada y el salón principal con todo tipo de motivos acordes a tal fiesta. Inés estaba contenta pero a la vez nerviosa. Sabía que sus padres tomaban vacaciones en esas fechas y eso la alegraba, pero también eran las primeras navidades con sus nuevos amigos y quería que fueran especiales.
El veintidós de Diciembre amaneció con una niebla fina que a lo largo del día se fue levantando. Inés se acercó a sus padres para besarles antes de que se fueran al trabajo, posteriormente tenían la cena de empresa, tradición de aquellas fechas, pero a partir del día siguiente serían solo para ella hasta el día diez de enero. Los padres subieron al Mercedes, Inés les lanzó un beso y su padre bajó la ventanilla para devolvérselo. Esa fue la última vez que les vio con vida. A la vuelta de la cena, según el informe de la Guardia Civil, un desalmado con un alto volumen de alcohol en sangre tomó una peligrosa curva del camino por el carril contrario y se estrelló contra el coche de sus padres. Los tres murieron en le acto.
Inés estaba desolada. EL veintitrés de Diciembre al caer la tarde sus cuerpos recibieron sepultura en el viejo cementerio de la mansión ante la presencia de cientos de personas totalmente desconocidas para ella. La niña no dejaba de mirar la tumba mientras que por delante de ella circulaban los presentes ofreciendo sus respetos.
Nicolás, Don Enrique y la bella Irene contemplaron la triste escena desde una de las ventanas del piso superior. Por la noche Inés se quedó en la cama apática. Todo su mundo había cambiado en un solo día. Nicolás intentó acercarse a ella pero sólo recibió un grosero “vete”. En el comedor de servicio se habían reunido preocupados la vieja Doris, la sirvienta Gladis, Don Enrique y la bella Irene, incluso los gemelos siameses se acercaron sumidos en una honda preocupación. Nicolás abrió la boca en cuanto se reunió con ellos:
- Tenemos que hacer algo.
- ¿Y qué sugieres pequeño perillán?- Preguntó Don Enrique.
- No lo se, sólo se que mañana es Nochebuena y no debería haber ningún niño sólo en esta época del año.
Al escuchar la palabra niño, la sirvienta Gladis se esfumó gritando su frase preferida. Antes era divertido, ahora la pena embargaba a todos y no era momento para juegos. Don Enrique abandonó la estancia pensativo y la bella Irene le siguió disculpándose ante Nicolás por no poder hacer nada mejor.
La mañana del veinticuatro transcurrió fría. La vieja Doris entró en la habitación de Inés con la comida en una bandeja de plata. Nicolás observó entre las sombras compungido cómo la niña despreciaba el favor entre sollozos. El tiempo se acababa, tenía que hacer algo, ahora ellos eran su nueva familia, y la familia vela por cada integrante de ella.
El sol cayó en el horizonte y la luna se alzó majestuosa entre pequeñas nubes que de vez en cuando la ocultaban. La chimenea del salón principal estaba encendida y las llamas se reflejaban caprichosas en todos los adornos que colgaban repartidos por toda la estancia. La mesa enorme de caoba que antaño tenía capacidad para treinta y dos personas estaba preparada con servicio para dos. Los espíritus se fueron acercando y rodearon la mesa en el más absoluto silencio.
Nicolás subió a la habitación de la nueva dueña de la casa e hizo algo que llevaba casi dos centurias sin hacer, pidió permiso para entrar. Nadie contestó, con lo que asomó la cabeza al interior y volvió a pedir permiso para entrar. Inés se levantó de la cama.
- Entra, de todos modos ya tienes medio cuerpo dentro.
- ¿Qué tal te encuentras?, casi mejor no me contestes. Creo que deberías bajar al salón, todo el mundo te está esperando.
- No me siento con fuerzas.
- Lamentamos lo que te ha sucedido, pero creo que ahora más que nunca deberías estar rodeada por la gente que te quiere.
- ¿Rodeada de la gente que me quiere, pero vosotros os habéis mirado al espejo? Ah claro que no podéis porque ¡no sois personas!
- Dijiste que éramos tu nueva familia.
- Pues habéis dejado de serlo. Quiero a mis padres conmigo, no a vosotros.
- Esta bien, hazlo aunque sea por la vieja ama Doris, está muy preocupada y esperándote en el salón con la cena caliente, nosotros desapareceremos.
- Espera, siento lo que he dicho, os necesito ahora más que nunca, acompáñame abajo.
Todo el mundo se alegró cuando Inés entró en la sala. Don Enrique la sonrió plácidamente, la bella Irene la abrazó y la besó como sólo una madre sabe, los gemelos siameses cantaban villancicos con su horrible voz, la sirvienta Gladis aparecía y desaparecía como el intermitente de un coche, Don Francisco el cazador la saludó mientras su perra fantasma Perla saltaba moviendo la cola juguetonamente a su alrededor, y todos y cada uno de los inquilinos de aquella vetusta mansión se unieron a los cánticos de los gemelos hasta lograr una canción fantasmagóricamente agradable y hogareña.
A las doce de la noche, Inés se acercó al árbol en busca de regalos. En la base descansaban siete paquetes perfectamente envueltos en papel verde plateado con un gran lazo rojo. Nicolás se acercó por detrás y la susurró:
- Nosotros no sabíamos que regalarte, así que pensamos que sería mejor regalarte lo que tú mas quisieras.
- Lo que yo quiero no podéis dármelo.
- Prueba a ver.
- Desearía que mis padres estuvieran a mi lado.
Nicolás miró a Don Enrique, este se levantó y cogió suavemente a la bella Irene de las manos, se situaron en le centro de la estancia y entonaron un cántico lúgubre. Sus cuerpos comenzaron a brillar. El salón se inundó de una luz blanca que poco a poco se tornó en azul hasta que desapareció. Cuando los ojos de Inés se acostumbraron de nuevo a la tenue luz, divisaron dos nuevas figuras que se miraban asombradas. Eran sus padres. Inés lloró de alegría y corrió a su encuentro, sabía que no podría tocarles al ser fantasmas, pero lo que si era seguro es que jamás volverían a dejarla sola.
Pasada la euforia inicial, Nicolás señaló un pergamino que había aparecido debajo del árbol. Inés con lágrimas en los ojos lo recogió, con un cuchillo rompió el sello lacrado y leyó su interior.
“Por estas fechas el portal del otro mundo es posible abrirle para atraer a otro espíritu. Como pago, por cada ente que quiera entrar al plano físico, debe de haber otro dispuesto a abandonarle. De parte de Doña Irene y mía, un beso y un fuerte abrazo”.

FELIZ NAVIDAD

Dedicado a todos los visitantes de la página www.dinomix.tk que pasen unas felices Navidades y un prospero año nuevo

jueves, 13 de agosto de 2009

El amuleto maldito

11 de Diciembre de 1234

En las costas del Mar del Norte se alza el pueblecito de Faltoft. La vida de allí seguramente no difiere mucho de la de cualquier pueblo pesquero del resto del mundo. Antes del amanecer los hombres ataviados con sus enseres de pesca bajan hasta la cala donde amarran sus botes y se lanzan a la inmensidad del mar embravecido para poder traer el sustento a sus familias.
Entrada ya la tarde, con la captura del día en sus redes, marchan de nuevo al pueblo para, tras pasar un rato en familia, reunirse en la taberna en compañía de sus vecinos y compañeros reviviendo una y otra vez esas pequeñas anécdotas del día a día por las que merece la pena seguir adelante. Posteriormente, con ese calor en el cuerpo que solo proporciona el alcohol, los pescadores regresan de nuevo a casa para dormir placidamente a la espera de un nuevo amanecer en el que se repita todo el ritual, día tras día, semana tras semana, año tras año, vida tras vida.
Como iba diciendo, la vida en Faltoft no sería diferente a la de cualquier pueblo pesquero si no fuera por que allí vivía “Sven el Ermitaño”.
Sven era pescador como los demás, tenía su bote amarrado en la cala como los demás, salía a pescar al amanecer como los demás, sólo que al regresar por la tarde, se despedía de sus compañeros con un leve gruñido y se encerraba en casa hasta el día siguiente, de ahí que en el pueblo se le conociera como el ermitaño.
Con esto queda claro que Sven no era un ser sociable. Sin embargo la gente estaba acostumbrada a verle pasar todas las tardes con la pesca diaria, así que no es de extrañar que los habitantes del pequeño pueblo de Faltoft se sorprendieran cuando una buena mañana, Sven no apareció. Pero no solo eso, pasaron varios días y el ermitaño siguió sin dar señales de vida. Nadie apreciaba al buen eremita, aun así, tras unas semanas sin oír sus gruñidos, los vecinos de Faltoft encabezados por su viejo alcalde, decidieron acercarse a su morada y desentrañar de una vez por todas tanto misterio.
Una vez se encontraron delante de la sencilla puerta de madera, el viejo alcalde golpeó suavemente con los nudillos embargado por un pequeño temor que crecía en su interior, un silencio sepulcral se adueñó de todos los presentes. El anciano asustado golpeó con más fuerza y nervioso al no recibir respuesta alguna mandó que uno de los vecinos más fuertes derribara la puerta.
En el instante en que las bisagras saltaron y la puerta cayera, una nube de polvo y un hedor insoportable emergieron de la oscura morada. Los habitantes de Faltoft temiéndose lo peor, entraron atropelladamente atemorizados. Una vez sus ojos se acostumbraron a la escasa luminosidad, el espectáculo que contemplaron les marcó para toda la vida. Un enjambre de moscas pululaba por los restos ya mohosos de lo que en su día fue una paupérrima cena. De los pocos muebles de los que disponía la casa apenas sí quedaba alguno en condiciones de ser usado. La paja del jergón se encontraba diseminada por todos los rincones, pero lo que más impactó a los vecinos del pequeño pueblo pesquero de Faltoft fueron unos débiles quejidos que surgían de lo más profundo de la casa. Nadie se atrevió a mirar de qué se trataba, pasados unos minutos angustiosos, el herrero, empuñó una de las antorchas que portaban algunos de la comitiva y se encaminó hacia la pequeña habitación que por su ubicación, hacía las veces de despensa. Una vez en el interior, alzó la antorcha por encima de su cabeza y se dispuso de forma defensiva a hacer frente a aquello que se encontrara dentro.
La luminosidad que despedía la antorcha resbalaba y bailaba por las paredes arrebatándole a la oscuridad lo que hasta hace poco era suyo por derecho. En uno de los rincones, una figura humana se giró y chilló asustada.
Pasados los primeros momentos de confusión, los habitantes de Faltoft pudieron reconocer al misterioso inquilino que, acurrucado en un rincón, gemía de forma ininterrumpida, y no era otro que el gruñón de Sven. Pero algo había cambiado, estaba más flaco no cabía duda, su lustroso pelo negro estaba enmarañado y encanecido, sus ojos inyectados en sangre suplicaban clemencia.
Varias semanas mas tarde, Sven entró en la taberna y miró a los parroquianos allí congregados. Sabía que les debía la vida y sobre todo una explicación. Pidió vino y se dispuso a narrar toda su pesadilla.

“Una oscura noche, poco después de preparar la cena, un sopor se adueñó de mi voluntad y me fui a la cama. Extrañas pesadillas tomaron el control de mis hasta entonces plácidos sueños. En ellas, una mujer de largos y oscuros cabellos, pálida como la luz de la luna, se acostaba a mi lado y entre susurros y besos me confesó que solo sería mía siempre y cuando hiciera todo lo que ella dispusiera para mí.
Día tras día, lo que antes fue mi morada se convirtió en una cárcel donde mi bella amante y yo hacíamos el amor como dos jóvenes adolescentes.
Tan poderoso era su hechizo que era incapaz de comer y beber, sus caricias eran mi alimento y su pasión calmaba mi sed. Llegó un momento en el que las otrora palabras cariñosas dieron paso a una petición que a lo largo de los días se hizo más y más intensa. Debía coger el bote amarrado en la playa, dirigirme a la cala de los desaparecidos y buscar un collar perdido desde hace tiempo y cuyo valor sentimental era incalculable.
Intento salir de casa pero la puerta no se abre, mi dulce amada me abraza y susurra delicias en el oído, no quiere que salga a plena luz del día, sería peligroso. Es mejor que lo busque por la noche, así nadie se enteraría de la existencia del collar y no podrían robarlo.
Otra noche más y bajo hasta la barca con mi farol y mi pala dispuesto a continuar con la búsqueda. Mi amada se queda en la entrada de tan funesta cala, le da miedo entrar. En la más absoluta oscuridad, sólo la débil luz de mi farol ilumina tan pesado trabajo. Continúo cavando y achicando agua para drenar bien la zona señalada, no siento el transcurrir del tiempo, tan solo el aliento de mi amor cerca de mí animándome a que continúe.
Creo que es la décima noche y las fuerzas no me responden, me tiemblan los brazos a cada palada y gruesos lagrimones me resbalan por las mejillas. Una parte de mi quiere dejarlo, pero es en momentos como este cuando mi amada me incita a seguir.
- Esta cerca, lo presiento.
Una pequeña roca se desprende y la luz del farol se refleja en algo entre la arena. Excitado rebusco entre la tierra húmeda y con un fuerte tirón arrebato la joya de extraña belleza de su prisión terrenal. Mi amada ríe satisfecha y me pide que se la traiga rápidamente.
Sombras oscuras se lamentan del hallazgo, me dicen que cometo un grave error entregando tan preciado botín, ellos son sus custodios. Pero no quiero oírles, intento no mirar atrás. Los lamentos crecen a cada paso que me aleja de tan aciago lugar, aunque yo solo oigo la voz de mi amor, rogándome que vuelva a casa, que vuelva con ella.
Llego a casa jadeando, mi amada me tumba bruscamente en el jergón de paja y me posee. Hacemos el amor de una manera casi brutal.
Estoy mareado, la casa me da vueltas y el cuerpo no me responde. Mi amada grita, ríe histérica y me mira a los ojos. Su boca ya no es humana, una lengua como la de una víbora sisea entre dos hileras de colmillos por los que resbala un hilillo de sangre fresca. Intento incorporarme pero no puedo, miro de nuevo los ojos de aquel ser, pero ya no están, en su lugar dos pequeñas llamas de color verde me hipnotizan a la vez que me aterran.
Mi amada se desliza hasta mi oído y me susurra que le he servido bien, pero que ahora es tiempo de morir. Mis sollozos sólo la divierten. Acto seguido los lamentos de la cueva se escuchan en la lejanía acercándose, un contratiempo con el que ella no contaba. Enfadada me sonríe despechada y lo último que acierto a oír de sus labios es la suerte que tengo de seguir con vida.
En un abrir y cerrar de ojos su cuerpo se desmaterializa y, como una leve cortina de humo, desaparece por una rendija situada en el cabecero de la cama.”


Sven se calla y mira a sus vecinos, nadie dice nada. El torturado ermitaño recoge su jarra y bebe, carraspea y toma de nuevo la palabra. Sus ojos lloran en silencio mirando al infinito:
“Todas las noches oigo esos lamentos maldiciéndome por lo que he hecho. ¿Esa es la suerte de seguir vivo? Desde entonces no duermo y apenas me alimento, si esa es la suerte de seguir vivo ¡Ojala estuviera muerto!”

Fin de la primera parte

miércoles, 12 de agosto de 2009

Interludio

Cada paso retumbaba por toda la cueva como si se tratara de una gigantesca cámara de resonancia.
La oscuridad se retuerce sobre si misma, unos grandes ojos blancos sin pupila, buscan el origen de tan molestos ruidos. Una figura humana emerge de la negrura y se sitúa en el centro de la fría luz. Debajo de los ojos aparece una boca que esboza una tenebrosa sonrisa.
- Creí que no volveríamos a saber nada de ti Folken.
- Mi señor, he estado muy ocupado buscando una solución a esta situación.
- ¿Y bien?
- He estado investigando la manera de acceder al mundo fantasmal desde aquí, el mundo terrenal, y por fin encontré la manera de hacerlo. Según los escritos de la biblioteca espectral, en la primera guerra que hubo entre el bastión oscuro y el mundo fantasmal, doce gemas de luz agónica se dispusieron de tal forma que produjeron un portal por el que las huestes negras del bastión oscuro entraron e intentaron hacerse con el control del mundo espiritual.
- Folken, no tenemos paciencia para una de tus patéticas clases de historia, recuerda que fuimos nosotros lo que comandábamos dichas huestes, y fue a nosotros a quienes, como castigo, nos exiliaron al mundo terrenal hasta que nuestra energía se agote y desaparezcamos.
- Lo que mi señor quizá no sepa al no haber estado presente, es el hecho de que el “Señor del Tiempo” entró a hurtadillas en el bastión oscuro poco después de que la invasión fuera detenida y se hizo con las doce gemas agónicas y con ellas forjó un amuleto en forma de collar que escondió en el mundo de los humanos para que ni seres oscuros ni espíritus se hicieran con su control.
- ¿Y la buena noticia es?
- La buena noticia es que una de mis banshees, ha conseguido el amuleto de las manos de un humano, ya que esa era la única manera de recuperarlo y ahora mismo está en mi posesión. Sólo hay que desengarzar las gemas y disponerlas de tal forma que el portal entre el mundo terrenal y el espiritual se abra y con ellos podamos entrar.
- Pero mi buen amado Folken, estamos muy débiles, necesitamos consumir almas para recuperar las fuerzas perdidas en estos miles de años de condena.
- Mi señor cuenta con la fuerza necesaria para traspasar la puerta espectral y con el poder espiritual justo para no llamar la atención una vez lo haga. Déjeme que me encargue posteriormente de alimentarle.
- Sea así pues, que de comienzo el ritual.

PARTE 2

martes, 11 de agosto de 2009

CAPÍTULO 1

La mujer yace en el suelo con la cara magullada y ensangrentada. El hombre le acerca un dedo bajo la nariz. Todavía respira. Nunca debió plantarle cara. Él sólo quería algo de cena, ¿tan difícil era de entender?, sales con los amigos, bebes, un par de rayas y cuando llegas a casa tienes hambre. ¿Qué importa si son las cuatro o las cinco de la madrugada? ¿Sabes qué hora es?, mañana tengo que trabajar. Siempre la misma excusa, rebozándole bien el hecho de que ella tuviera trabajo y él llevara tiempo en el paro. Así aprendería, seguro que la próxima vez se lo piensa dos veces antes de echarle algo en cara.
  El hombre se levanta y se mira las manos. La sangre de su mujer se seca entre los dedos. Abre el grifo y deja que el agua fría calme el dolor y baje la hinchazón de los nudillos a la vez que los limpia.
  Empuja la puerta de la cocina y se encuentra con el rostro desencajado por el miedo de su único hijo de cinco años. Está temblando, mira a su madre pero a la vez guarda las distancias. No merece la pena, no se irá de la lengua y, como dijo su padre alguna vez, estas lecciones de la vida le harán más fuertes.
  Se dirige a la puerta de casa, coge el abrigo y sale a la fría noche. Tiene que pensar, por la mañana tendrá que inventarse una buena excusa que contar al jefe de su mujer por la que ella faltará unos días al trabajo, será un engreído que mira a todo el mundo por encima del hombro, pero necesitan ese sueldo en casa.
 A doscientos metros se encuentra un parque grande donde los jóvenes entrar a intimar los fines de semana. El hombre se enciende un cigarrillo y entra, quizá joderle el polvo a alguno de esos niñatos lo anime un poco. Hace horas que las farolas están apagadas pero la luz de la luna y la arena blanca del camino ayudan a no perder el rastro.
  El hombre mira a su alrededor, fuma una calada y exhala el humo lentamente. No parece que haya nadie por la zona. Tira la colilla y se encamina a la salida decepcionado. Avanza unos pasos y en uno de los recodos, a la izquierda, se ve una farola titilando, y debajo de ella se distingue la figura de una mujer rubia enfundada en un elegante vestido rojo de noche. El hombre sonríe cuando la ve. Nunca hay que perder la esperanza, incluso una mala noche siempre puede cambiar.
  Carmen se recuesta seductoramente en la farola y observa a su presa por el rabillo del ojo. Lleva un rato acechándole por el parque y sabe que será suyo. Intenta tranquilizarse para mantener la apariencia de mujer diez que vio en un catalogo de una gran firma hace tiempo. El hombre se detiene y camina a su alrededor de forma chulesca
. - Hola guapa, ¿buscas compañía?
 - Depende de quién sea la compañía.
 - No hay que ser muy inteligente, sólo estamos tú y yo.
- Y qué te hace pensar que eres lo suficientemente hombre para mí.
  El hombre se detiene, su semblante se muestra serio, Carmen sabe bien cómo se las gastan ese tipo de hombres, ha vivido con uno durante muchos años. El hombre da un paso adelante y la sujeta del brazo izquierdo. Carmen sabe que está jugando con fuego y eso la divierte. El hombre acerca su cara y sonríe de forma sarcástica, pasa su boca por la suya e intenta jugar con su lengua de forma babosa y repugnante.  Carmen tira firmemente para liberar su brazo y le mira de forma asqueada. Sabe que no debería hacerlo pero su odio puede más que su cerebro y le susurra:
 - Eres un bastardo prepotente.
  Todo sucede muy rápido, algo borroso le cruza la cara y de repente el pómulo izquierdo le arde, Carmen trastabilla hacia atrás, lo ha conseguido. Otro puñetazo golpea su nariz y una patada en el estómago la tira al suelo. El olor a sudor y a adrenalina le devuelve a sus tiempos de ser vivo. Con cada golpe recuerda al cobarde de su difunto esposo golpeándola cada noche sin motivo. Una excitación recorre su espalda. Mira al hombre mientras este continua pegándola sin descanso. Sus ojos inyectados en sangre rezumando odio, sus dientes apretados, la saliva depositada en la comisura de los labios como si de un toro furioso se tratase. Los mismos gestos que su marido, la misma cara. La excitación aumenta vertiginosamente. Una patada en el rostro, un tirón de pelos, un puñetazo de nuevo. Carmen sabe que el hombre la está insultando a voces pero ella no oye nada, sólo espera la llegada del clímax para poder reaccionar. Y entonces aparece. Carmen siente el orgasmo recorriendo todo su cuerpo, de un salto aprisiona con sus manos el cuello del bastardo. Le mira fijamente a sus ojos, es una de las partes que más le gustan, la mirada de él cambia de odio a temor y finalmente a pavor. Aprieta con todas sus fuerzas. Una energía fantasmal brota de su cuerpo y se transforma. Ahora muestra su verdadera apariencia. Su ente se llena de luz espectral y esta sale disparada entre sus dedos. El hombre intenta gritar pero su cuello ahora es un pequeño bloque de hielo. Patalea mientras el hielo avanza por el resto de su cuerpo. Cabeza, brazos, tronco, todo adquiere un tono blanquecino y cuando el frío glaciar le cubre por completo, el cuerpo estalla.
  Carmen se recompone y se vuelve etérea. Su víctima yace desperdigada en unos metros a la redonda. Lo siente mucho por el pobre forense que tenga que venir a levantar el cuerpo pero, una cosa sí está clara, ese mal nacido no volverá a pegar a nadie y eso, eso no lo siente.